Cuando el Estado es quien asesina

Cuando el Estado es quien asesina

A sangre fría
POR FIDEL MUNNIGH

Hacia 1908, L.N. Tolstói publicó un artículo sobre la pena de muerte.  Lo tituló «No puedo callarme» y en él reacciona airado ante las sentencias de muerte y las ejecuciones de campesinos decretadas por el Zar de Rusia.  Es uno de sus últimos textos.  Cuando lo escribe, en su aldea natal de Yásnaia Poliana, el escritor tiene ya ochenta años.  Está plenamente lúcido y atento a las agitaciones del momento.  Su avanzada edad no le impide oponerse con energía a la pena capital por considerarla un crimen monstruoso y un asesinato oficial.

El contexto histórico y social en que escribe Tolstói es la Rusia prerrevolucionaria de principios de siglo XX, una época de efervescencia política y conflictos sociales.  Los revolucionarios rusos, los jóvenes nihilistas, ponían bombas y perpetraban atentados. Los campesinos asaltaban a mano armada y robaban las haciendas de los ricos propietarios exigiendo la abolición de la propiedad privada sobre la tierra. Revolucionarios y campesinos eran apresados, juzgados, condenados a muerte y luego ejecutados. 

Tolstói conocía bien el sufrimiento del pueblo ruso, un pueblo que considera a cada criminal como un hombre digno de compasión.  Otro ruso inmenso, Dostoyevski, también lo conocía.  Su Raskólnikov, protagonista de la novela Crimen y Castigo (1866), que mata fríamente a una vieja usurera obedeciendo sobre todo a convicciones teóricas (él quiere ser un Napoleón, se cree un hombre extraordinario, situado por encima de la ley, que puede permitirse todo, incluso el crimen), es precisamente un hombre digno de compasión.  Raskólnikov confiesa su culpa al comisario de policía.  Condenado a trabajos forzados, deportado a Siberia, se arrepiente de un crimen que creyó justo haber cometido.  Gracias al amor y a la compañía de una joven descarriada, la prostituta Sonia, inicia una nueva vida en la prisión.  Para él aún hay esperanza en este mundo de Dios.

La justificación de la pena capital es siempre y en todas partes la misma: lo que se hace, se hace en beneficio de la comunidad, de la colectividad humana; se hace por el bienestar de la humanidad, para evitar más crímenes; se hace, en fin, para protegernos de aquellos seres peligrosos, para que todos podamos vivir y dormir tranquilos sabiendo que, por una vez, se ha hecho justicia con los criminales.

El fin justifica los medios.  Aparentemente, el fin es administrar justicia; el medio, el castigo; el método, la ejecución.  Pero, ¿acaso no es el fin la ejecución misma y la justicia sólo un pretexto?  Porque lo único que se ve aquí es castigo y ejecución.  Por ningún lado asoma el rostro la justicia.

Tolstói argumenta contra lo que considera lo más monstruoso de la ejecución en estos términos:   ella no se hace impulsivamente, bajo el influjo de sentimientos que se imponen a la razón (tal como se cometen muchos crímenes, aun los más horrendos), sino que, por el contrario, se hace en nombre de la razón y con arreglo a cálculos que se imponen a los sentimientos.

La argumentación de Tolstói contra la pena de muerte es correcta y su objeción moral válida.  La ejecución es un crimen a sangre fría.  Un adicto roba y mata porque tiene que procurarse dinero para la droga.  Un violador viola y mata porque no puede hacer otra cosa: es un enfermo, un degenerado.  Ambos son monstruos repugnantes. El Estado mata fríamente, con toda su calma, para escarmiento de unos y morbo de otros.

La ejecución capital, bajo cualquiera de sus formas conocidas –silla eléctrica, inyección letal, horca o fusilamiento- es un asesinato oficial; el Estado que lo autoriza y practica, un Estado criminal.  La ejecución es un crimen cuidadosamente dispuesto y planeado por el Estado bajo el «sagrado» pretexto de administrar justicia ejemplar, cometido de manera pública y oficial, previamente anunciado, a una hora y fecha fijadas de antemano y ante personas invitadas a presenciarlo como si se tratase de una función teatral.  Lo que se lleva a cabo es un espectáculo montado por el Estado para deleite de sí mismo y de unos pocos.  Pero en ningún caso el Estado administra justicia: sólo ejerce su poder, con castigo y venganza.  Toma en sus manos la venganza clamada por los familiares de la víctima.  Tolstói tenía razón cuando llamaba «organizadores de asesinatos oficiales» a las autoridades que ordenaban las ejecuciones de campesinos y revolucionarios rusos.

Los sentimientos y las emociones no deben imponerse a la razón.  Una ley moral, racional, universalmente válida para todos los ciudadanos, no debe depender de una reacción emocional, momentánea, así sea ésta el clamor de una multitud airada y dolida que clama justicia o venganza.  Ni la irritación social, ni la indignación popular, ni la sed de venganza (que, en determinadas circunstancias, pueden servir a determinados fines políticos) son argumentos válidos para establecer o aplicar leyes racionales. Las demandas de justicia son plenamente legítimas, pero el «ojo por ojo» como norma de conducta y criterio legal constituye una aberración.

Las medidas punitivas extremas aplicadas por el Estado se convierten en otros tantos crímenes.  Para castigar un asesinato, se comete otro.  Un crimen horrendo se pretende «corregir y castigar» con otro crimen igualmente horrendo.  El imperativo moral que pretende legitimar la pena capital para ser éste:   usted debe pagar con su propia vida por la vida arrebatada a otro.  Pero este imperativo es absolutamente inaceptable.

Quitar la vida al prójimo es la forma suprema de violencia: es el crimen cainita, el crimen de Caín contra su hermano Abel.  Quitar la vida al prójimo que le ha quitado la vida a su prójimo no deja de ser un acto violento y criminal.  Tan abominable es uno como otro.  El castigo de Caín no fue quitarle la vida.  Fue peor y más ejemplar: el destierro, la eterna errancia por el mundo, la maldición de su raza.

«Pero, ¿qué es lo que se debe hacer?», se pregunta el anciano conde.  Y a seguidas responde de modo sencillo: «Dejad de hacer lo que estáis haciendo».  La respuesta de Tolstói, que comparto a plenitud, es, pues, suspender las ejecuciones, abolir la pena capital.

Fidel Munnigh es filósofo y profesor en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD).

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