Cuando el Estado niega la vida social

Cuando el Estado niega la vida social

Deportaciones de inmigrantes haitianos. Foto de Erika Santelices.

Vivir como inmigrante bajo la amenaza permanente de un Estado persecutor, es una realidad que se ha agravado en distintas regiones del mundo. Los inmigrantes dominicanos no son la excepción. En Puerto Rico, muchos se encuentran hoy paralizados desde las drásticas medidas impuestas por Donald Trump.

“Hay personas pasando hambre porque no se atreven a salir de sus casas”, precisaba hace una semana José Rodríguez, vocero del Comité Dominicano de Derechos Humanos en la isla caribeña.

La situación de los inmigrantes de origen haitiano en República Dominicana es crítica: recién nacidos asfixiándose en prisiones ambulantes de migración; insultos, humillaciones y extorsiones diarias en las calles del país; secuestros de residentes legales en el Centro Haina; dominicanos de origen o de “apariencia haitiana” maltratados; deportación de niños sin tutores ni identificación; cacería de mujeres en los hospitales; persecución y embestidas vehiculares de la DGM sobre migrantes; operativos ilícitos en las madrugadas que llevan a inmigrantes a lanzarse fatídicamente desde un quinto piso; redadas en centros comerciales e iglesias comunitarias, son parte del terror vivido cotidianamente por la comunidad haitiana.

La obsesión del Gobierno de Luis Abinader en su política migratoria (2020), actualiza y recrudece una constante histórica experimentada previo y durante los convenios de braceros (1952-1986), así como en el periodo de confiscación de derechos a inmigrantes y desnacionalizados (1990-2020): la negación de la vida social al inmigrante y nacional de origen haitiano.

La explotación económica fue el principio de organización de esta inmigración. El beneficio material sustraído de la mano de obra haitiana ha sido históricamente su única razón de ser en territorio nacional.

Fuera de los ingenios azucareros, la existencia de los inmigrantes haitianos no solo era ilegítima. Su presencia en otros espacios podía conllevar hasta la muerte. Así lo demuestra el historiador Amaury Pérez al exponer cómo, durante la masacre de 1937, existieron órdenes estatales de no tocar a los haitianos que trabajaban en el ingenio de Montellano (Puerto Plata). El Estado no solo buscó eliminar físicamente a esta población haitiana y de origen haitiano en las regiones fronterizas. Su propósito fue también de confinarla exclusivamente en los sitios productivos del país, erradicando su presencia del espacio público y del mundo social dominicano.

Estos mecanismos de explotación económica y de segregación espacial fueron actualizados por el presidente Balaguer (1966-1978). Prácticas oficiales y oficiosas forzaron a todo inmigrante haitiano, independientemente de su estatus jurídico, a trabajar y vivir esencialmente en los centrales azucareros del país. Esta política se prosiguió hasta el fin de los convenios oficiales con Haití (1986). En octubre de 1979, el Mayor General Ramiro Matos González se dirigió al secretario de Estado de las Fuerzas Armadas de entonces, indicando que “los nacionales haitianos fueron entregados al administrador del ingenio Amistad, en razón de que no estaban bajo la responsabilidad de ninguna persona, sino que trabajan por su propia iniciativa y en distintos sitios”. El objetivo del Estado era imposibilitar que los haitianos transitaran, residieran y laboraran en otros espacios en los que tenían que estar: los más marginados y subalternos del país.

Hoy las prácticas de no regularización de inmigrantes, de desnacionalización de nacionales de origen haitiano y la brutalidad de las deportaciones masivas rigen los desplazamientos de estas poblaciones, coartando sus derechos y libertades. La policía migratoria niega el derecho a dar a luz y priva a inmigrantes de atención médica por temor al “qué pasaría si…”. El derecho a jugar y a airearse en un parque, a adquirir una vivienda, a recibir educación en las escuelas, a curarse en los hospitales, a transitar y respirar simplemente en las calles, son hoy rotundamente prohibidos para esta población. Así sucedió el pasado 15 de mayo cuando Santiago Riverón (alcalde de Dajabón) pasó a violentar y a humillar públicamente a niños y envejecientes haitianos que descansaban y recreaban tranquilamente en el parque municipal. Lo inaceptable para Riverón era ver a esta población fuera del espacio exclusivamente laboral en el cual se piensa que deberían estar. La mera presencia de estos seres humanos en actividades tan humanas como estar en un parque público, parecen herir las pupilas y el sentir de las autoridades.

Pero no solo se trata de violencia e injusticia de Estado contra las comunidades de origen haitiano. Es también hacer imposible su convivencia con los dominicanos. Paralelamente a la explotación y al control espacial que se llevaron a cabo en el siglo XX, fue surgiendo una preocupación de Estado: ¿Qué hacer con esta población haitiana que a veces desafía las políticas de segregación y separación, convive con poblaciones dominicanas, y puede procrear niños que nacen como dominicanos? Ya la investigadora Alisson Petroziello había demostrado cómo a los hijos de parejas mixtas, de padres dominicanos y madres haitianas, se le negaba el derecho a la nacionalidad dominicana al momento de poder acceder a la misma tras tener un progenitor residente de manera legal. En la práctica, se tendía a enviar a la madre haitiana a inscribir a sus hijos en el registro de extranjería. Esta práctica arbitraria, basada en el estatuto de la madre, dejó cerca de 28,000 descendientes de parejas mixtas sin actas de nacimiento.

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En la actualidad, vemos muchos dominicanos con sus hijos recién nacidos en los brazos, buscando a sus esposas de origen haitiano que se encuentran prisioneras en las maternidades, esperando deportación. La constante de la política migratoria ha sido imposibilitar esta convivencia dominico-haitiana. Al tener hijos nacidos en territorio dominicano, los inmigrantes haitianos y los dominicanos pobres llegaron, en cierto modo, a legitimar lo “ilegítimo” según la historia oficial. De ahí que las políticas de desnacionalización y de deportación busquen restablecer esta división social.

El Estado se empeña cada día en borrar la vida en comunidad dominico-haitiana de la historia nacional. Así lo demuestran múltiples reportajes periodísticos: “Yo tengo una mujer recién parida que la trajeron aquí ayer… ella fue criada en San Juan de la Maguana. Presidente, dele un chance a quienes tenemos hijos con extranjeras”, imploraba recientemente un dominicano en la maternidad de los Mina. Un petromacorisano que fue a buscar a su hija recién nacida en el Centro Haina, expresaba que ya tenía más de una semana sin saber de su condición de salud: “(ella es) 100% dominicana, ahí no le dan comida ni nada, eso es un acto inhumano. Porque por más que la madre sea ilegal, la niña es dominicana. Ellos debieran arreglar eso, porque si se van a llevar a la madre, que me den a la niña”. Estas expresiones de abuso, desamparo e impotencia marcan el cotidiano incierto de padres y madres dominico-haitianos. Ante la inminente ruptura familiar que anunciaba la ilegal deportación de su esposa en ocho meses de gestación, un nacional dominicano expresaba desolado: “Ella es haitiana, pero tiene su residencia, tiene sus papeles al día, está por la ley, está ready por todos lados, ¿por qué tienen que subirla (al camión de migración)?… Yo veo que eso es una injusticia”.

Asistimos en nuestro país a una regresión total de libertades y derechos, donde andar, recrearse, procrearse, entre otras acciones ordinarias de cualquier existencia, son prohibidas a seres humanos.

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