Cuando el lector no existe

Cuando el lector no existe

POR LEON DAVID
Cuando no escribo pienso en mis lectores. Cuando escribo, jamás los tomo en cuenta. Y no vaya a colegir nadie de lo que acabo de aseverar que pago tributo a la excentricidad o a mi extraña y acaso morbosa inclinación a la paradoja.

Pues sean cuales fueren mis extravíos de pensamiento y mis dudosos apegos estilísticos, tengo por verdad no sujeta a litigio que el lector desaparece del campo de visión de quien escribe apenas el autor toma la pluma; y sólo vuelve a hacer acto de presencia, sólo retorna por sus fueros y reclama con bulliciosa urgencia la atención, cuando ha sido colocado el punto final a la aventura literaria que temerariamente (fabular será siempre una osadía) el escritor acometiera.

¿Cómo explicar tan curioso fenómeno? ¿Me sucede tan sólo a mí o, por el contrario, le ocurre a todos los que como yo han sido infectados por el incurable virus de la escritura? Intentaré (sin demasiado optimismo, lo confieso) responder a estas preguntas: sospecho –y no faltan indicios que hacia allí apunten- que cualquier escritor cuyo fundamental cometido no se reduzca a informar hechos, exponer una tesis o desarrollar una teoría, frente al desafío que impone la blanca cuartilla, hará a un lado cuanto no se relacione con la necesidad de conferir forma atractiva al caos de la mente, con la exigencia de doblegar la indócil marea del lenguaje que, río enfurecido, amenaza con salirse de madre y ahogar en sus turbulentos remolinos la frágil criatura verbal engendrada en los hontanares de una conciencia solitaria que vibra al ritmo acompasado de la vida.

El literato está demasiado ocupado en exorcizar sus propios demonios familiares, en reducir a la obediencia la arisca tribu de sus propios fantasmas y atavismos, en exhumar oscuras vivencias valido de palabras cuya rebeldía es preciso previamente amansar como a potro salvaje, para qué, además de ello, tenga también que ponerse a considerar si a los lectores gustará o displacerá lo que escribe o serán capaces de catar el sustancioso mensaje –siempre incompleto, reticente, sinuoso, ambiguo, múltiple– que con un poco de suerte y no escasa transpiración ha logrado trasvasar a la página.

Al desarrollar su tarea el escritor sólo consigo mismo dialoga, sólo contra sí mismo se debate. No queda allí espacio para preocupaciones ajenas al proceso hegemónico de creación que exige autocráticamente que en él se concentren y a él se circunscriban todas las energías disponibles. La página literaria se asemeja a la amante celosa y posesiva: o se le concede todo, o nada quiere.

Por esencia la literatura –se me antoja que el arte en general– es egoísta. De manera que aun cuando la presencia del interlocutor que llamamos lector o público es indispensable prerrequisito de su controversial existencia, nulo o ínfimo ascendiente tiene este último sobre aquella.

En el fondo, todo autor, le asista o no la razón, presume que el destinatario de su texto domina el código simbólico-expresivo que, en tanto que artista de la palabra, maneja; y que muestra el mismo interés suyo por lo que atañe al orbe de la ficción y a la ontológica verdad humana que del literario fabular se desprende, de manera que, en principio, la comunicación estaría asegurada de antemano, aunque no así el mérito de la obra, que sólo la permanencia prolongada en el favor del fruidor competente o del conocedor ilustrado es susceptible de afianzar.

Cuando el escritor no escribe, entiéndase, cuando las Musas le abandonan o cuando él afrentosamente las traiciona, entonces y sólo entonces encuentra tiempo para meditar en torno a su hipotético lector y para preocuparse con muy reales y angustiosos motivos por la suerte que en las librerías le han reservado su talento o los volubles astros al volumen que acaba de entregar y que ahora se exhibe en las vitrinas donde son colocadas las novedades bibliográficas.

Entonces, mientras la pluma reposa, tiene tiempo de sobra el autor para maldecir la estulticia de la república de las letras que le niega, avara, la celebridad que a su genio incomparable corresponde, o para vanagloriarse porque un lúcido jurado de autoridades académicas le concediera el ansiado galardón…

En fin, cuando el literato no hace literatura puede consagrarse a ejercer –a veces con escalofriante destreza– sus lacras, sus encantadoras flaquezas de hombre mediocre, competitivo y envidioso.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas