En el libro del Levítico se consigna esta prohibición para los leprosos, “mientras le dure la afección, seguirá impuro; vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento”. (Levítico 13,1-2.44-46).
Pero hoy Marcos nos narra (1, 40 – 45) cómo un leproso “se acercó a Jesús, suplicándole de rodillas: “Si quieres, puedes limpiarme”. ¿Qué habría oído sobre Jesús este leproso, que se atrevió a acercarse para pedirle su salud? Los leprosos de hoy en día, ¿se acercarían así a nosotros, los discípulos de Jesús?
Al atrevimiento del leproso, corresponde el de Jesús: “sintiendo compasión, extendió la mano y lo tocó, diciendo: –¡Sí, quiero: sana! –”.
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Al igual que el leproso aquel, nosotros los cristianos reconocemos en Jesús un poder que devuelve a la vida. Pero Jesús hace al leproso corresponsable de su curación. Usando el imperativo, convoca desde adentro del leproso sus mejores fuerzas al conminarle: ¡sana!
Queda claro, que Jesús no sólo tiene el poder, sino que quiere y su querer se vuelve mano, para atravesar compasivo la ley inhumana que aísla y margina.
Nuestro querer dura mientras las cámaras nos enfocan. Jesús le pide al leproso: “no se lo digas a nadie”.
Los analistas exquisitos de nuestra generación nos califican de “ligeros”. Queremos que cese la violencia contra la mujer; que los dominicanos tengan una educación de calidad; queremos que la ley constriña a los padres irresponsables a garantizar la digna manutención de tanta hija e hijo pobre, carga imposible de los miles de madres abandonadas; queremos transparencia en el gasto público y el fin de la impunidad; que ciudadanos y gobierno se embarquen en proyectos de bien común, no como clientes mendigos de benefactores con dinero ajeno, sino como socios de frentes altivas y sudores callados.
Queremos, pero a nuestro querer le faltan manos.