Cuando el techo es de vidrio

Cuando el techo es de vidrio

De la sabiduría popular española lo tomó Miguel de Cervantes: “Advierte que es desatino/ siendo de vidrio el tejado,/ tomar piedras en la mano/ para tirar al vecino”. Siglos después, Manuel de Falla llevó el consejo a la magia de su música, cantando: “Cualquiera que el tejado tenga de vidrio, no debe tirar piedras al del vecino”.
Sí. Buen consejo. Pero sucede que en política el techo siempre es de vidrio y, no obstante, hay que tirarle piedras al político vecino, argumentando siempre que “lo ha hecho mal”, que es un corrupto incorregible, directa o indirectamente, sea por comisión u omisión de castigos correctivos y ejemplarizadores.
Las campañas por los altos cargos gubernativos constituyen un florilegio de ofertas, un perfumado jardín de buenas intenciones. Las palabras “transparencia”, “integridad”, “manos limpias”, “lucha contra la pobreza”, “justicia caiga quien caiga”… y otras similares… vuelan alocadamente alternándose con ofertas maravillosas.
Son reglas de juego en la política, que es el más poderoso afrodisíaco que existe. Napoleón Bonaparte, a quien se le atribuyen muchísimas frases que nunca dijo, creo que ciertamente expresó aquello de que “Sólo se deja guiar un pueblo cuando se le muestra un porvenir; un jefe es un comerciante de esperanzas”.
Sobre todo esto último.
A veces me pregunto ¿es que la política es un arte de saber mentir y el que mejor miente, gana? Ya había dicho Montesquieu que la corrupción raras veces comienza por el pueblo. Yo diría, en cambio, que nunca comienza por el pueblo, porque la corrupción necesita poder, ese poder que una vez otorgó, confiado, esperanzado, y que ya no es suyo.
Por supuesto, el problema radica en la necesidad de que alguien mande y otros obedezcan. Un jefe es un hombre que necesita de otros hombres.
Idealmente debería ser como un puente que condujese hacia progresos comunitarios, alguien que, ya en el poder, hubiese bebido una portentosa vacuna que lo inmunizara de la vanidad que fabrican constantemente los funcionarios o elementos cercanos, adulando, endiosando el pensamiento “genial” del mandatario.
Creo que ni siquiera Joaquín Balaguer, con esa calma estoica y esas apetencias limitadas a ostentar permanentemente el poder… no a hacerse multimillonario y sentirse Dios… por lo cual era frugal en comidas, en los líquidos que ingería, en las mujeres con que complacía sus apetencias naturales… ni siquiera él, tan excepcional, pudo escapar de los males de la adulación sabiamente dirigida por quienes le conocían bien y eran cuidadosos con los elogios.
También él fue víctima del veneno del poder.
Recuerdo que el genial humorista Cuquín Victoria, en tiempos de una reelección, circulaba en una caravana política imitando impecablemente la enfática voz de Balaguer, y al señalar el Palacio Nacional, enunciaba con su peculiar entonación: ¡Esa es mi medicinaaa!
Era el poder lo que le interesaba. Vivía en un reducido espacio en la parte trasera de su casona en la avenida Máximo Gómez, que edificó lentamente, sin aceptar préstamos, rehusando ayudas financieras del “Jefe” o de entidades oficiales.
Observando el promisorio primer gobierno de Leonel Fernández, en que actuó como su discípulo, pensé que, siendo un hombre inteligente, seguiría patrones de ese maestro del Tiempo Oportuno. De la Espera Sabia. De los límites y longitud de las concesiones y acomodos… de las fortunas personales.
No fue así.

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