Cuando España se puso de acuerdo

<p>Cuando España se puso de acuerdo</p>

JULIO BREA FRANCO
España se allega a la conmemoración de los treinta años de su Constitución. Hay motivos más que suficientes para la celebración: la Constitución de 1978 fue la primera, y la única, que se logró por consenso. Con su proclamación solemne el 27 de diciembre de 1978, se agotaba uno de los principales capítulos de lo que se ha dado en llamar el período conocido con el nombre de «transición política», precisamente el que abrió el procedimiento de elaboración y aprobación posterior de la Constitución.

Con su Constitución, España sentó las bases para la sólida democracia que hoy exhibe, parejo a su impresionante modernización y desarrollo económico. El mismo que Fox, entonces Presidente de México, con entusiasmo y espontaneidad lo calificara de «brutal» en una conversación informal con su colega Cardoso de Brasil en abril 2002.

Es cierto que la Constitución del 1978 no tuvo ni tendrá la influencia directa en el derecho constitucional iberoamericano que alcanzara la de Cádiz de 1812 en cuya elaboración participaron 73 representantes de las provincias de ultramar, de los cuales 10, específicamente del Santo Domingo español. Sin embargo, el ejemplo español ha estado presente por lo menos en once constituyentes celebradas entre 1980 y 1995 en países de la región que prohijaron nuevos textos constitucionales.

La Constitución española, sin desmerecer sus aspectos originales, es tributaria de la Constitución alemana, italiana, francesa y la misma española del 1931. Es algo muy común hoy día que los poderes constituyentes aprendan unos de otros, mas aun cuando domina la concepción del constitucionalismo democrático social. España, entonces, ha sido receptáculo pero también turbina en la configuración y afianzamiento del nuevo constitucionalismo iberoamericano.

La Constitución de 1978 puede ser considerada desde diferentes criterios: el del contenido y el de la forma de elaboración. Ambos análisis son rentables y beneficiosos. Sin embargo la evocación de la transición española, -hoy considerada clásica- brinda elementos estimulantes e inspiradores para el intento de renovación institucional que se pretender empujar en el país.

Más que el consenso en sí mismo, lo destacable de la experiencia española fue el sentido y la visión de conjunto que evidenciaron sus principales actores. Fue la conciencia y la decisión de construir una gran estructura con un único techo, común para todos. La cuestión medular era definir y estructurar el tipo de sociedad que se quería para España.

Fue ese mínimo común denominador lo que permitiría a las fuerzas políticas, desde la derecha a la izquierda, considerar posible el debate y la discusión, primero, para elaborar un anteproyecto que se convertía en proyecto y, después, finalmente, en Constitución. Se sentaron alrededor de la mesa, con papeles en manos y con la atención en el todo, a debatir, confrontar y discutir las distintas visiones que se tenían. Cuando hay un propósito común es posible el ganar y ceder. No hay manera distinta para concertar. Es que supone, como requisito imprescindible, poseer un grado mínimo de madurez. Una actitud que de por si rechaza los recalcitrantes de los extremos: los nostálgicos del pasado y los partidarios del nunca. Es algo demasiado elemental, demasiado obvio, demasiado simple. Y paradójicamente ahí parece radicar el nudo gordiano de nuestra política. Digerirlo, asumirlo, y actuar en consecuencia es el prerrequisito de cualquier «revolución democrática» y de otros desacuerdos sobre la vía de la reforma. Es bueno entonces recordar cuando España se puso de acuerdo. Una transición de Franco a la democracia nada perfecta pero que se hizo posible. Un proceso político sin duda muy analizado, muy historiado y muy aplaudido. Y exitoso. Por lo que hoy es España.

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