El aire se siente enrarecido, pesado, triste. No por la humedad de abril ni por la costumbre que tenemos de sobrevivir bajo cielos inciertos, sino porque algo se ha quebrado más allá del concreto: el tejido invisible que sostiene la ilusión de que la noche es un refugio, que el baile es inmortal, que los lugares emblemáticos siempre sobreviven.
La ciudad amaneció en silencio, como si se negara a pronunciar el nombre del desastre. Pero el dolor se filtra aunque no se diga. Se siente en la forma en que la gente camina más despacio, en las miradas que evitan encontrarse, en el murmullo de las radios que repiten una y otra vez que Jet Set ya no está. Que su techo, y con él una parte de nuestra historia, se vino abajo en medio de un merengue.
No era solo una discoteca. Era un hito de nuestra vida urbana, una estación del tiempo donde generaciones se cruzaron entre luces y canciones, donde los cuerpos bailaban sin saber que también estaban construyendo un relato colectivo. Era la bóveda donde guardábamos, sin darnos cuenta, parte de la alegría dominicana. Y ahora, ese recuerdo tiene escombros encima.
El derrumbe ocurrió como caen las certezas: de repente, sin aviso, en medio de una celebración. Bajo el ritmo de Rubby Pérez, voz de tantas memorias afectivas, se desplomó el escenario de lo cotidiano convertido en leyenda. Llevándose consigo vidas amadas, trayectorias públicas, biografías que también eran parte del álbum nacional.
No basta con lamentar. En una tragedia así, lo que se fractura no son solo las estructuras, sino la confianza ciudadana, la ética del cuidado, el compromiso con la vida del otro. ¿Quién supervisó? ¿Quién dejó pasar lo inaceptable? ¿Cuántas advertencias se ignoraron porque la costumbre —ese cemento invisible— nos ha enseñado a convivir con el riesgo?
Mientras los rescatistas intentan salvar vidas entre las ruinas materiales, el país debe rescatar lo que queda de su conciencia colectiva. Porque mientras ellos hurgan entre los restos, también nosotros debemos escarbar en nuestras normas, prioridades y negligencias. Porque el luto no puede ser solo ritual: debe ser un llamado. Un llamado a repensar cómo se construye y se habita una ciudad, cómo se cuidan sus espacios y se preserva su memoria viva.
Es cierto, el país entero está de duelo. Pero también es cierto que el duelo, cuando es hondo, puede transformarse en conciencia. El polvo que se levanta tras una tragedia debería obligarnos a ver más claro. Que no se olvide que cada víctima no es solo una cifra: es una historia inconclusa, una voz que ya no cantará, una silla vacía en alguna mesa familiar.
Y mientras la música se interrumpe y los reflectores se apagan, recordemos que también podemos levantar otros techos: de respeto, de rigor, de memoria. Que la cultura no se sostenga solo en aplausos, sino en estructuras seguras. Que la alegría no se nos vuelva trampa.
Hoy, Santo Domingo se inclina en señal de duelo. Pero que no se arrodille ante la resignación. Que honre a sus muertos cuidando a sus vivos.