Cuando la vida vale un celular

Cuando la vida vale un celular

POR MIGUEL D. MENA
Son tan importantes como un marcapasos o los pulmones o los riñones o el mismo corazón. Sirven para que estés siempre ahí, presente, detrás de la puerta. En la oscuridad son los cocuyos, por sus luces. En el día, son el consuelo, el bastón, lo que hace que estés y no estés, la posibilidad de que siempre estés viendo o hablando o haciendo algo que te saque el aire, que te haga inadvertido dentro de las ballenas que flotan en el acuario.

Le decimos celular del lado de la Isla y móvil en España. Célula: unidad más íntima, batiscafo, submarino portátil, todo el edificio de esta noche.

¿Quién no tiene celular?

¿Qué joven que se respete no trata de tener una motocicleta?

La celeridad y el movimiento constante son de las dos constantes y pendientes de la modernidad dominicana. (Ojo con un proyecto futuro: leer a Paul Virilio subiendo en el polígono central de la Lincoln y en el barrio Pekín, de Santiago de los Caballeros.)

Dentro de mis pesquisas sobre la modernidad dominicana el Parque Independencia es un objeto central. A la hora de depositar flores o conclusión de una marcha, los funcionarios siempre recibirán una llamada o llamarán ellos mismos. Antes y después y durante el ritual de desmontarse de la yipeta y dirigirse adonde sea, el móvil siempre repicará algún tema simpático, de “sex and the city” o Miami Sound Machine o un temita bachiano para no llamar tanto la atención.

Me paro en la 27 con Lincoln en medio de esos tapones eternos. De cada diez conductores habrán quince dando órdenes de que pongan los plátanos y de si Raquél llegó y de si los muchachos y de si las muchachas.

Estoy en un restaurant, de buena o de mala muerte, y siempre entrará el tipo ese y colocará su aparatito en la esquina de la mesa, y el aparatito, tan listo y bueno, como un gatito amaestrado, maullará a los cuatro minutos para oír que sí, que “dónde estás tú” y que esto y que lo otro, y una conversación que ya la habrás oído por todo lo mil y qué sé yo cuántas cientos de veces.

Es impensable una autopercepción de ser moderno y de tener un valor en el mercado de las vanidades si no tienes un celular. (Por suerte que con mi mujer ya no habrá caso, porque ella y mi hija y la misma humanidad sabrá que habré de resistirme a su uso, que mejor perdido en el espacio que amarrado a Nokia o Motorolla, a Dios gracias).

Gracias al celular se pasa del simple ser al estar sobre. Es un acompañante imprescindible de la modernidad. Permite resolver los problemas más urgentes, facilitar la comunicación, que es como decir, soy más que este cuerpo y lo que alcanzan las manos.

Las amas de casas sabrán dónde están sus hijos. Los estudiantes resolverán cualquier cita. El ejecutivo tendrá el gran hecho o no tendrá que bajar a la oficina. Se podrá avisar que se llegará tarde, que todo está bien. Serás un pequeño Dios en su carro de Faetón.

Podría hablar tanto del celular como Cortázar del reloj o de las escaleras, pero no voy a seguir insistiendo en sus múltiples usos y sus ventajas y sus desventajas y sus colores y las profecías de Huxley de un mundo mejor y de Charlot confundiendo “hasta el cerebro de las ratas”, como diría el poeta en sus buenos tiempos.

A lo que voy es al asesinato de la joven Vanessa Ramírez Faña. No hay quien pueda dejar de estar conmovido por la perversidad y el absurdo de semejante asesinato. El escenario y la acción son bien simple: Unos “ladroncitos” de los barrios salen en sus motocicletas a peinar la ciudad y ver a quién pueden despeinar. Buscan carteras, joyas y celulares. Peinan, desgarran. Lo de Vanessa es la historia de millones de gente que llega a su casa y no encuentra a nadie, y como en la Isla no se utiliza el sistema de que cada quien tiene que tener una llave de su casa, entonces se convierte en la víctima ideal. No satisfechos con el atropello y el despojo, deciden disparar. La primera pregunta sería: ¿Cómo es que los ladroncitos de los barrios tienen una pistola? ¿Cómo es que se pueden conseguir balas? ¿Cómo es que la violencia tiene toda su infraestructura y no haya un control de quién compra o vende?

Sé que muchos pensadores afilarán el mismo cuchillo y sacarán los mismos filos: que la violencia está en todas partes, que no tenemos controles, etc.

De todos modos, insisto en la necesidad de un desarme de la población. También insisto en la necesidad de considerar críticamente nuestros accesos a la modernidad, al papel de la publicidad en la formulación y establecimiento de valores en el imaginario epocal.

¿Matar por un celular? ¿Cuánto puede costar un aparato de esos?

El otro día conversaba con mi amiga Giselle Fiallo, residente en Madrid, sobre el caso de su hermana, la reina de belleza que fue golpeada y casi fue secuestrada en un parqueo de una famosa cadena comercial. Al preguntarle que cómo fue que descubrieron a los delincuentes, me dibujó el mismo panorama que ahora se repite: los criminales vendieron el celular, la policía rastreó las señales del nuevo adquiriente, y el caso estuvo completado.

Vanessa Ramírez Faña no tuvo semejante suerte. Los disparos que cegaron su vida fueron hechos con la mayor mecanicidad posible, con una indolencia que raya en lo indecible. No fue la violencia del sicópata clásico norteamericano sino de jevitos acostumbrados al despojo, a especies de una generación sin puertas ni ventanas y que desprecia la vida.

Ese es el cambio radical que estamos dando: la vida entre nosotros comienza a no tener valor ni sentido. Se puede matar hasta por quinientos pesos. Tal actitud no es simplemente la actitud de una persona, sino la mediación de una cultura de la violencia donde es legítimo lo que sea para lo que sean. Lo que puede ser un silogismo al final no lo es. ¿No somos los dominicanos una sociedad cristiana, democrática?

Ahí deberían intervenir renglones que todavía no se asumen, como los del trabajo social, la conciencia ciudadana, la importancia de las instituciones de base en los barrios, la posibilidad de disponer de ofertas de trabajo, de buscar perspectivas que no sean las de la yipeta o el Casandra o el mundo de los peloteros millonarios y el de las apuestas y de los sueños que caben en el globo.

Mientras nuestras instituciones tienden siempre a escenificarse con espectáculos, la gente simple y que no siempre existe en el día patrio o la fecha heroica, lo que vive es en la inopia, en la indiferencia, como el perro al que le atan un pedazo de carne y Dios mío, lo pondrán loco en algún momento si no es que el palo se rompe y la cabeza se rompe.

La violencia no es sólo la de unos jevitos o ladroncitos que salen con el cuchillo en los dientes, sino los valores que le permiten a los mismos legitimar tales acciones y lo peor, a realizarlas.

Si tenemos calles inseguras y un país donde todos hemos sido tocados por la violencia, es porque hay una cultura de la violencia que también se va legitimando en nuestro imaginario, y que no siempre tiene que ser equiparable a la sangre o la muerte. También el despliegue de lujo es un acto de violencia en un país pobre como el nuestro. El celular es la consolación para aquellos que no pueden tener otros objetos fálicos para poseer un centro de atención. Si se puede matar por robar un celular, entonces es porque los desórdenes no solamente son síquicos, sino también culturales.

El asesinato de Vanessa nos ha conmocionado. Ojalá y haya marchas permanentes contra la violencia, transparentándose de paso el esqueleto de lo que somos, el amplio espectro de las miserias que nos corroen.

La solución del caso de esta joven de 18 años no se produce solamente con la constatación de que los jevitos fueron apresados y serán condenados. ¿Cuántas motocicletas y con cuántas pistolas se sale en las calles dominicanas? Lo que le pudo haber pasado a la reina de belleza y lo que le pasó a la joven santiaguera sólo son dos puntos de un espectro mucho más amplio, y en movimiento.

La violencia no sólo sale de las pistolas. También un vestido de cien mil pesos es parte del espectáculo.

Me gustaría que todo el mundo santiaguero –y no sólo de ahí- fuese al Monumento de Santiago, y que en ese lugar fuese proyectado durante cinco minutos la foto de Vanessa, y que el mismo país hiciese silencio, y que los faranduleros se dejaran de sus pendejadas, y que los políticos dejasen de hablar por sus celulares, y que en los ojos de esas joven que ya no nos podrá mirar, advirtiésemos los alcances de semejante crimen y talvez un espacio para la paz y el respeto que deseamos tanto.

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