Cuando la Zona Colonial era zona apache y el jazz

Cuando la Zona Colonial era zona apache y el jazz

Conocíamos bien el terreno, era territorio Apache, el fuerte estaba en el Parque Colon y entre retratetas y retretas, niños díscolos giraban en torno a los gluteos de una Anacona de hierro arrodillada y dispuesta, mientras el Almirante, según el designio popular, la enviaba a los cielos de Villa Francisca.

Anacaona, mito y leyenda del ayer indígena, no estaba allí para ser mirada por niños precoces, se descubre que la intención era arte público, que pecado no había o que había que tener una mente muy retorcida, para no entender la inocencia indígena de los gluteos en hierro de Anacaona, pero hay testimonios de que alguna vez, la precocidad parvularia alguna travesura de manos en hierro hizo…

Un recorrido nocturnal por las escaleras donde antes se cocía el jazz, era un retrato revuelto de rosas marchitas, habíamos ido con capa de estrellas y nostalgias, para instalarnos en aquel planeta de materiales de sueñoy humos constelares, de otro modo no podía ser, entre paredes de mármol vestusto, cuando las calles estrechas parecían más grandes y las argollas para los burros ahí estaban, desde los tiempos de recua y veredas polvorientas.

No eran sueños, era que un tiempo asesinaba otro tiempo y la sangre eran canas y años, connubio humano con un espacio irrenunciable, a pesar de todo.

Conocíamos el terreno, porque era nuestra arcadia de ciudad de piedra, arcilla luminosa para una infancia de peloteros en postalitas, el misterio del río silencioso pintado de luces entre las noches despedazadas del miedo y las largas capas de semana santa, fotos gigantes de un hombre aferrado a un uniforme de plumas y galones dorados.

Los domingos, Chic Young presentaba Lorenzo y Pepita y se gritaban en las calles de otras ciudades dibujadas con altos rascacielos.

Tristan y Triston marcaban el paso en un army no virgen de sangre y botas sobre mapas lejanos.

Capitan Aguila y Red Ryder, Castorcito y Duquesa son otra historia, mientras As Solar ciático desde chiquito planeaba invasiones secretas desde barcos gigantes, donde los marines parecían enanitos de cuentos párvularios.

Vinimos para hacer el conjuro intramurano de la buena fe de las aguas cercanas, del cariño eterno a paredes que han preferido la diminuta yerba silvestre, que viven de la lluvia temporal, gotitas mágicas que se deslizaban juguetonas por las piedras de antaño.

En aquellas escaleras hay una historia, desconocida para la nueva humanidad que las viene a poblar, péndulo del tiempo y la rosa que florecía, henchida de colores diminutos, compas vegetal que vigilaba canas y otros suspiros.

No están en un lugar cualquiera, allí lo de mística y espacio mítico hace puente con el jazz, entre piedras oscuras de tanto llorar, estaciones que pudieron ser mejores, entre sonidos misteriosos de los juegos antiguos y la vieja música del parque que como un ritornello maldito de recuerdos nos lleva a la Mercedes 10, emblema de una nana maternal sin acordes de pianos sin retornos, desgarrados en los retratos fijos, de mirada amorosa, desde nuestra dimensión de la vida, sin rescate posible aunque en esto, es mejor la agradable mentira del corazón, siempre.

Entonces entendimos que en la conciencia el recuerdo es sepia y alargado a nuestra medida, imágenes van, imágenes vienen.

Las escaleras del Jazz son la banda sonora de todo lo que cruza zumbando, zona de turbulencia, territorio Apache hemos dicho, donde una señora de garbo desde su ventana con lentes gruesos, miraba el rio esperando palabras pluviales, cariño, distinción, en la nebulosa sepia cruza Doña María Ugarte, imborrable entre esas piedras de letras y pensamiento.

Años duros para descubrir el oficio de la escritura y una almohada amorosa en cada z pronunciada ante los ojos grandes ahogados en lágrimas sin cauces ni verguenza.

Los territorios Apaches, se respetan, son sagrados Fernando, porque en ellos rondan los mejores espíritus, los que si te portas bien, te ayudarán.

En esas escalinatas, los besos secretos tienen sus historias, rondan invisibles como las nubes matutinas, frescas y dispuestas a remontar lo azul, o quizás : un poco de lo azul.

Espacio del amor en fuga, de cara hacia el río, con una secreta canción pluvial, rielando entre la luna y las viejas barcas de madera frágil y pobre.

No se llega a cualquier lugar, esas escalinatas son la portada del libro Sobre la Marcha de Norberto James, jazzófilo , eran otros tiempos, otras primaveras, como diría Billie Holiday, some other times, some other spring.

Y finalmente, habrá que dedicarle al río su oración para que sane, el río está enfermo, quizás, unas notas bien ejecutadas, antalila, tila tila , onomatopeya de lujo para aguasmoribundas, podrían calmar su pena y abandono.

Recordaremos para siempre al gran ausente de la noche, Carlos Cruz Diez, quien nos había regalado un monumento cinético, en los molinos, pintado de canquiña, con sensación de movimiento, ese monumento en su estado natural, como lo hizo el artista venezolano, hubiera servido de bella espalda hacia el río grave de muerte.

El artista venezolano, residente en París , lamenta mucho lo que hicieron con su obra, que era la mejor guardiana a colores del río, cuando se reflejaba en el mismo, el monumento, por efecto del reflejo, buscaba en el río un espejo de aguas verdes, estética y dolor, hoy día.

En esas escalinatas hay una dimensión, encajes de puertas que transportan almas y recuerdos, estarán entrando a un paraiso secreto, que solo nosotros los intramuranos, conocemos santo y seña, el ábrete sésamo colonial y amado, a pesar de todos sus verdugos : que el tiempo con su guillotina de viento invisible, degollará, porque si algo tienen la torpeza y la maldad, es que no duran para siempre, y menos si son mellizas y traperas…

La Zona colonial es un territorio Apache y de corazon, todos somos Gerónimo y vivimos en cada piedra, en cada patio, en cada aldaba, en cada ventana, en cada zaguan, en cada pozo, en cada linea subterránea de agua dulce, en cada pared de polvo y rastro que se derriba, en cada mirada encadenada, en cada esquina de alma mutilada en el recuerdo, en cada rama o flor de balcon, testigo de los siglos y las grandes tristezas, Fernando.(CFE)

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