Cuando las ilusiones se desbordan

Cuando las ilusiones se desbordan

Por  supuesto, me gustan las ilusiones. Las buenas ilusiones controladas y generadoras de  estados positivos que conducen a beneficios de diversa índole. Todo con moderación y cautela, sin caer en la primera acepción que consigna el diccionario oficial de nuestro idioma: “Ilusión: Concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos”. Me acojo a la segunda acepción: “Esperanza cuyo cumplimiento parece  especialmente atractivo”.

     Es que las ilusiones son complicadas, peligrosas como puñales de doble filo.

    Salvador de Madariaga –a quien tuve el honor de tratar junto con José Joaquín  Puello en “Boxtrees”, residencia del ilustre escritor en Oxford, Inglaterra- escribió en su Guía para el lector del Quijote que “El más terrible enemigo que se lleva en el alma es la íntima conciencia de que todo es ilusión”.    

      En  1793 el marqués de Condorcet, filósofo, matemático, político y economista, andaba huyendo de la guillotina parisina que no se daba reposo con el triunfo de la Revolución Francesa y se   ocultaba en una pensión de mala muerte en las afueras de la ciudad. El “incorruptible” Maximiliano Robespierre, Jefe de Gobierno en el período llamado Reino del Terror, le había conminado  a presentarse y terminar de una vez, puesto que Condorcet  votó contra la ejecución del rey, a pesar  de haber sido uno de los primeros en apoyar la República. Miserablemente escondido y en grave peligro el marqués, contrariamente a lo que cabría esperar, escribió el libro más optimista que haya salido de pluma humana, un texto clásico de la literatura del progreso: “Esquisse d’un  tableau dès progres de l’esprit humaine”.  En cierto momento,   creyéndose seguro en su escondite, se quedó profundamente dormido. Cuando despertó, estaba rodeado de gendarmes que lo apresaron en nombre de  la Ley. A la mañana siguiente lo encontraron muerto en el suelo de la celda de la cárcel del pueblo. Para burlar la guillotina siempre había llevado consigo un pequeño frasco de veneno.

   Este aristócrata que había sacrificado privilegios, riquezas y posiciones a favor de la Revolución y es sentenciado a muerte por el régimen del Terror,  no había perdido su fe en el ascenso espiritual del ser humano.

En el libro citado dejó escrito: “La naturaleza ha unido indisolublemente el avance de los conocimientos con los progresos de la libertad, de la virtud y del respeto hacia los derechos naturales del hombre… la prosperidad predispondrá a los hombres hacia la humanidad, la benevolencia y la justicia”.

  Ojalá hubiese tenido razón.

 Hacia 1830 dos grandes pensadores ingleses, Jeremy Bentham y John Stuart Mill, pensaban que Inglaterra podía dar entonces educación general a su pueblo y que, con ello, hacia fines de siglo quedarían resueltos todos los problemas sociales.

Pero no resultó así.

La educación  es una red de caminos que conducen a muy diversos y opuestos lugares.

El humano sigue siendo el misterio que siempre fue. Ahora, con los extraordinarios avances de las ciencias con misterios nuevos y aperplejantes. Pero yo no quiero que me arranquen la ilusión de un progreso humano, no con el alto vuelo de Condorcet, Mill, Bentham y otros solitarios.

Podemos ser mejores.

 Terminar con la funesta práctica de que los débiles paguen por los platos que rompen los poderosos.

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