Los sistemas democráticos parten del supuesto general de que todos los ciudadanos son iguales, no solo en cuanto a derecho, sino en cuanto a la capacidad de enterarse, y de cumplir las leyes; es decir, que las sabrán interpretar y tendrán el deseo y la capacidad de obedecerlas.
Realmente, estas aspiraciones no se cumplen ni siquiera en los países más organizados, civilizados e igualitarios del planeta. Y muchísimo menos en los países más desiguales y desorganizados, y donde grandes proporciones de su población viven en la gran pobreza y caen en la categoría de analfabetos funcionales. Muchas leyes son copiadas, traídas por los cabellos de modelos de sociedades muy distintas a las nuestras.
No obstante, estas leyes copiadas, por lo menos sirven como orientación moral y legal a la conducta de nuestros ciudadanos; quienes, por su parte, se enteran por sus familiares en países desarrollados y por la televisión y otros medios, de que allá, las leyes, son mayormente obedecidas.
El asunto se complica cuando el sistema legal de un país subdesarrollado no es “vivencialmente” adecuado a la realidad de los ciudadanos, porque no es materialmente posible que los ciudadanos obedezcan esas leyes importadas o copiadas.
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Uno de los problemas consiste en que hay distancias insalvables entre: a) la conducta legalmente correcta, y b) la conducta individualmente materializable. Lo que crea una diversidad de tensiones entre estos subsistemas culturales y normativos, que amenazan hacer colapsar leyes específicas, respecto de las cuales ni las autoridades judiciales, gubernamentales, locales o nacionales están en condiciones de hacerlas cumplir.
Por su parte, las instituciones encargadas (por la propia ley) de hacerlas cumplir, renuncian parcial o totalmente a sus roles, o sea, son incapaces de hacerlas cumplir; siendo que las propias agencias del orden, son funcionalmente inoperantes, al menos en parte, por lo que, luego de colapsadas tienden hacia el vacío jurídico.
Tras lo cual, la administración de las leyes y las agencias públicas en cuestión, tiende convertirse en “propiedad privada” de determinados actores del sistema, incluyendo a políticos y grupos de poder, que se encargan de administrarlas a su conveniencia; a menudo cayendo dentro de la “discrecionalidad administrativa”, lo que los expertos en asuntos organizacionales y burocráticas denominan: “El manejo arbitrario de la incertidumbre”. Con toda la secuencia de coimas y “macuteos”, y otros usos inconfesables.
La corrupción existe o puede existir en cualquier país o sistema social. Pero las que se originan en los países que, como el nuestro, mayormente copian fórmulas legales importadas, mal adaptadas a nuestros países, llegan a resultar verdaderos adefesios legales, cuyas consecuencias sociales son siempre más corrupción y una actitud ciudadana de rechazo y deslegitimación de todo el sistema legal y administrativo.
La solución es difícil y laboriosa. Se requiere de buenas voluntades y de acciones expertas muy inteligentes y bien intencionadas. Mientras tanto, los países del Tercer Mundo, carentes de identidad y proyectos propios, solo atinamos a sobrellevar estas circunstancias social y espiritualmente deprimentes.
Urge rescatar los principios identitarios y libertarios de nuestros padres fundadores.