Encarar y resolver las enormes deudas sociales acumuladas por el país durante tantos años, amén del despilfarro y la corrupción también colocadas en las cuentas por cobrar de la sociedad dominicana, les serán bastante difíciles a cualquier gobierno que se instale en la apetecida mansión de Gascue.
Atribuir a una facción cualquiera de las demandas de obras que a diario surgen en cualquier barrio o comunidad será un ejercicio inútil de la política, cuando los propios políticos en ejercicio conocen de las enormes precariedades que, a fuerza de irresponsabilidades de todo tipo, se van acumulando en esos espacios rurales o urbanos.
Todos sabemos por experiencia que muchas comunidades se improvisan conforme núcleos familiares buscan espacios allá donde más se aproximen los servicios de agua, transporte mínimo y seguridad alimentaria.
Los urbanistas están conscientes de que los llamados “cordones de miseria” en las ciudades o cascos urbanos no son tan espontáneos como suelen a veces calificárseles. Son el inevitable proceso de descompresión de las zonas rurales hacia los conglomerados que mejores o mayores oportunidades de trabajo o sobrevivencia ofrezcan a la gente.
No ha sido fruto de la pura casualidad que en la Capital dominicana tengamos barriadas o enclaves, como La Barquita o La Ciénaga, que hayan desbordado todo esfuerzo de organización municipal o de asistencia social.
No todos tienen la “facilidad” de reunir unos pesos para “tomar la yola” y lanzarse a la aventura de alcanzar las costas puertorriqueñas.
Por todo lo anterior, siempre he sostenido el criterio de que el político que comprometa en campaña soluciones a los grandes males nacionales, como si dispusiera de una varita mágica, comete un acto de irresponsabilidad que todo elector debería cobrar en las urnas, el día del juicio electoral.