Se hace necesario hacer una pausa. Se precisa ver el mundo rodar de otra forma. Más noble, más digno de ser vivido. Tomar aliento de cosas aparentemente nimias, que encierran lecciones eternas. Un caudal de verdades que la violencia cotidiana oscurece. Porque la vorágine de crímenes, feminicidios, corrupción e impunidad nos desmoraliza y desalienta, dejando escapar los pequeños ejemplos de ética y dignidad que se agigantan y quizás no sean tan infrecuentes como cualquiera supone.
Saliendo de mi oficina en horas de la noche, llegando a la esquina formada por la John F. Kennedy y Tiradentes caigo en un tapón endemoniado.
Un triciclero, un hombre ya mayor, escaso de carnes, descamisado y sudoroso, apenas puede avanzar con su triciclo cargado de cachivaches, de objetos abandonados, para muchos inservibles.
Entrampado entre un tropel de vehículos conducidos por gente bien, él también tiene prisa en llegar a su casa donde no le espera una buena ducha, bebida refrescante o un grupo de amigos y amigas con quien departir en un buen restaurante o alguna fiesta de esas que no te puedes perder.
Le atosigan, tocando sus bocinas inoportunas, echando pestes a quienes juzgan responsables del tapón que no deja que un Mercedes o un Land Cruiser se desplacen como debe ser, no como el artefacto que pedalea el intruso con su indigente y pesada carga, de la que depende la felicidad de los chicos y la mujer que ansiosos le esperan bajo algún techo desguarnecido.
Le obligan a abrirse paso, a encaramarse en la acera si es preciso pues no es justo ni elegante que un triciclo tenga atascado a un majestuoso Mercedes Benz, o a una yipeta Land Cruiser y tantos otros privando a sus dueños del solaz merecido, luego de un día abrumador de trabajo y buenos negocios.
Me conduelo de esa situación. Me hago cargo de lo duro que ha de ser para cualquiera ganarse el pan de cada día de manera tan penosa, desesperanzadora; y no sabiendo cómo identificarme con su esfuerzo y la vida cargada en un triciclo, procuro acercarme, saber de él y de sus cosas. Bajo el vidrio, extiendo mi mano y hago el intento de ofrecerle algo que alivie mi angustia, porque en ese instante me siento ser parte de aquella clase de gente bien que con su prisa olvida las penurias ajenas. Su mano abierta, florecida de callos, instintivamente, me detiene: No, dinero no.
Inútil fue explicarle mi gesto solidario, la inútil alianza que no halla espacio cuando la riqueza de unos pocos se aleja de la pobreza no culpable de quien la padece, y éste se reviste de dignidad y de decencia, y no se deja humillar por una migaja.
Recordé la vieja frase repetida por Bosch, tan olvidada: Vergüenza contra dinero. Incliné la cabeza reverente ante aquel hombre sencillo y universal que tiene por norte la decencia y dejé caer una leve sonrisa, viendo cómo la moral y la dignidad se elevan más aun y florecen en miles de frentes sudorosas cuando son empujadas por las manos encallecidas de un triciclero.