Cuando un amigo se va

Cuando un amigo se va

HAMLET HERMANN
El sacerdote Louis Quinn, un admirado amigo, ha fallecido. En su honor reproduzco el artículo que sobre él publicara en este periódico HOY el miércoles 13 de julio de 1988, casi veinte años atrás. Si alguna vez he tendido a creer en milagros ha sido cuando he visto trabajar a un cura muy especial. Este cura se sintió muy triste cuando asesinaron en 1965 a Arturo McKinnon, otro cura bueno que pagó con su vida la defensa que hizo de la soberanía nacional.

Y a ese cura de quien quiero hablar le tocó trabajar en un lugar, tan lejano de las grandes ciudades como alejado está del bienestar y de la opulencia. Allí, en las montañas del Sur dominicano concentró su esfuerzo para cumplir con el compromiso propio y el del compañero Arturo, asesinado por los mismos que fabricaron la pobreza de este pueblo.

Alrededor del cura ese de quien hablo había algunos jóvenes, quizás tan decididos como él, dispuestos a respaldarlo en cuanto pudieran y mucho más. Y entonces los desamparados de los campos de su comunidad que tenían tantas necesidades como ganas de resolverlas, fueron a ver al cura. Más que a verlo querían que les resolviera sus problemas tal como lo prometían siempre los candidatos políticos y los gobiernos que se sucedían uno tras otro. Fueron tantas las peticiones de casas, de escuelas, de clínicas, de acueductos, como los que hicieron de semillas, de comida, de salud y de recreación. Aunque pedían mucho, era tan poco como un pedazo de felicidad.

Y los jóvenes que trabajaban con el cura ese de quien hablo trataron de despachar a la gente pero éste les dijo: “No es necesario que se vayan: denles ustedes de comer.” Y sonó igual, como cuenta Mateo que dijo el carpintero aquel hace como dos mil años. Los seguidores del cura no quisieron creerle en esos momentos. Si no tenían dinero, ni materiales, ni semillas, ¿con qué iban a construir y a sembrar? Con el cura ese de quien hablo no mediaron panes ni pescados, sino la fuerza del ejemplo para que el milagro ocurriera. La tenacidad, la fortaleza física, la inteligencia, la disposición para el trabajo y, sobre todo, la terquedad del cura fueron los ingredientes para que las casas empezaran a subir, las semillas a crecer y el agua a correr.

Y hay que hacer hincapié en la terquedad del cura porque él no podrá ser muchas cosas, pero terco sí es. Más que cura, más que todo, es un terco de “Padre y Señor mío”. Y entonces se convirtió en empresario: en empresario de la fuerza del pueblo. Y se convirtió en albañil, en mecánico y hasta en carpintero, como el otro de hace mucho tiempo. Cuando nadie creía que podían hacerse tantas cosas con el trabajo de las comunidades, él creía. Porque parece que el cura había comprendido a cabalidad desde el mismo principio su papel de semilla. Y como dije antes, el cura ese es terco como una mula vieja. Con un chin de cemento hace muchísimas casas, clínicas y escuelas, porque parece que el único cemento que no se pierde, ni se desperdicia, ni se revende en este país es el que consigue el cura ese de quien hablo.

Porque como él no tiene que ver con los diez por ciento, ni los grado a grado, ni los presupuestos abultados, sus edificaciones tiene precio que parece de mentira. Y con un puñado de semillas pone a parir al suelo y a proteger los bosques sin necesidad de relacionadores públicos entrenados en el arte de repetir mentiras con una sonrisa en la boca. Y el agua corre entubada por las montañas con servicio a domicilio, acabando con enfermedades y mitigando la sed sin que un helicóptero tenga que alborotar la zona con inauguraciones repetidas.

Y el cura ese de quien hablo no se cansa pero se resiente. Porque por terco que sea, sus fuerzas deben tener un límite. Pero como terco al fin, sólo busca médicos para otros, nunca para él. Sólo que yo no quisiera que su eficiencia disminuyera porque él logra hacer en las comunidades más cosas que todos los gobiernos aún cuando no tiene ni dinero, ni materiales. Lo logra porque conoce dónde reside la fuerza de las comunidades. Y por supuesto, rechaza la politiquería. Pero los dominicanos no hemos sido agradecidos con el cura se de quien hablo. Porque él ha cometido el delito de hacer bien las cosas y eso ha provocado nuestro olvido. Lo hemos olvidado de una manera tal que hasta el nombre le hemos cambiado. Unos creen que se llama King sin ser rey; otros le dicen Queen y no puede ser reina. Mientras tanto, yo pretendo rescatarle el nombre “a la dominicana” y por eso le digo “Luicuín”, el del milagro de los panes y los pescados.

El hombre más terco que he conocido en mi vida.

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