Cuantos conocieron a Roberto Lebrón (Papito) saben perfectamente que su proverbial franqueza de decir lo que pensaba, pero sobre todo lo que sentía en un momento dado, le impedía incurrir en los estudiados acomodamientos de aquellos que, no siguiendo los consejos de la inteligencia emocional, sino sus instintos de artífices de la doble cara, son capaces de mentir y representar falsos papeles.
En la vida cotidiana es más fácil y también más cómodo, para fines de conveniencia personal, no asumir tal grado de franqueza, porque de esa manera se evitan encontronazos y se puede coexistir sin mayores tropiezos, pero Papito era tan firme y auténtico en este rasgo de su personalidad que no podía actuar de otra manera.
En ocasiones esto le creó problemas en su desempeño profesional como eficiente y consagrado relacionista público cuando, por honestidad y correspondencia con su pensamiento y principios, hacía atinadas observaciones que no eran comprendidas en su justa medida por personas que solo les gusta rodearse de borregos.
Él prefería perder un trabajo y tener que reubicarse en otra actividad antes que someterse a una situación en la que estuviera imposibilitado de exponer sus ideas, sobre todo en cuestiones en las que consideraba que le asistía la razón y no solo pensando en su visión particular, sino incluso en lo que mejor convenía a quienes servía.
Afortunadamente, hubo quienes apreciaron la importancia de contar con un profesional de esta valía y acogiendo la ayuda de un periodista de criterio propio, renuente siempre a seguir instrucciones ciegamente, se nutrieron de sus señalamientos, lo que les permitió tener un desempeño de mayor aprecio y efectividad.
Sus amigos, en su mayoría entrañables y de larga data, valoraban profundamente la forma indeclinable con que Papito actuaba siempre en este sentido. Por encima de diferencias episódicas, que fueron siempre al final amigables y bien llevadas, se sentían satisfechos de tener un interlocutor franco que jamás se prestaría a actuar como un doctor Merengue, el personaje emblemático de aquella tira cómica, sinónimo del hombre inauténtico que de frente dice una cosa mientras piensa otra muy diferente.
Es probable que las nuevas generaciones de periodistas solo hayan conocido o tenido noticias de Lebrón en su faceta de relacionista público y que quizás desconozcan que, antes de este importante rol, tuvo una dilatada trayectoria como reportero agudo, sagaz y persistente.
En el vespertino Ultima Hora, donde trabajamos juntos, era un pilar destacado en el quipo con que se contaba para producir diariamente una edición con buen contenido noticioso en apenas unas cinco horas.
Papito se preocupaba por estar bien informado en términos globales, pero principalmente en los asuntos referentes a las áreas que cubría, lo que le permitía hacer trabajos con dimensión y profundidad, más allá del simple, insuficiente y poco creativo “declaracionismo”.
Otro aspecto destacado de su trabajo era el empeño que ponía para que su redacción fuera clara y bien hilvanada, pensando siempre en si contaría interés y comprensión en el gran público, a la vez que estaba pendiente de que en el proceso de corrección no se incurriera en algún desliz que pudiera restarle precisión a cada entrega, en la que desplegaba lo mejor de sus conocimientos.
Los noveles reporteros pueden aprender mucho de periodistas de este nivel de capacidad y dedicación para cada día ampliar sus horizontes y evitar caer en la satisfacción de una rutina en que los temas se quedan en la superficie de vaguedades, sin aspectos básicos de antecedentes y la proyección que dimana de cada acontecimiento.