CUBA, INTOLERANCIA Y LITERATURA
Entrevista a José Manuel Fernández Pequeño

CUBA, INTOLERANCIA Y LITERATURA<BR><STRONG>Entrevista a José Manuel Fernández Pequeño</STRONG>

POR LEÓN DAVID
León David: Haznos un breve recuento de tu trayectoria literaria, de lo que has escrito y publicado en Cuba (tu país de origen) y aquí, en República Dominicana. Fernández Pequeño: Nací en Cuba, descendiente de cuatro abuelos gallegos, y me crié en una familia de gente con apenas ninguna instrucción académica y unas habilidades tremendas para el trabajo manual.

Yo, por el contrario, no he hecho otra cosa que leer y escribir, mis manos jamás han logrado trazar una línea que pueda decirse medianamente recta. ¿Qué relación tiene eso con la literatura? Mucha, a mi modo de ver: aprendí solo, sin mentor, y aprendí que la creación viene de la tierra, se respira en el ambiente, entra por la planta de los pies y por los poros, si usted tiene el coraje suficiente para andar desnudo y sin zapatos, para conversar con la literatura mirándole a los ojos.

Mira, hay tres veces más literatura en una conversación de concho que en todos los corrillos literarios del planeta. Eso me lo dijo, a la más tierna edad, la música del caramillo con que mi abuelo Claudio recorría las calles de Bayamo anunciando sus habilidades como amolador de tijeras. Semejante origen dictó las tres características básicas de mi actuación como escritor: aprendo solo y lentamente, siento un rechazo visceral por el mundo intelectual y sus poses, y creo con toda firmeza que la relación con la literatura tiene más de instinto que de raciocinio. Soy, pues, un escritor despacioso y solitario, que revisa milimétricamente cuanto escribe. Eso explica, en parte, por qué publiqué mis primeros libros cuando ya había pasado los treinta años.

Comencé haciendo crítica literaria porque mi ingenuidad creyó que en los sesudos tratados y en los enjundiosos estudios teóricos encontraría respuesta para una pregunta que entonces consideraba esencial: ¿Qué hace a un texto literario o no? Un día me di cuenta de que los críticos, en su enorme mayoría, son lectores malogrados que, a fuerza de buscar los modos de parecer muy especialistas o “científicos”, pierden la capacidad de asombro frente al texto literario. En fin: huí espantado aunque con ganancias diversas. Detrás dejaba algunos de mis primeros libros (publicados todos en Cuba): Las cosas de cierto mundo (1992), Crítica sin retroceso (1994), Cuba: la narrativa policial entre el querer y el poder (1995), y Caminos para llegar al héroe (1995).

No es que anduviera desorientado. Por una parte, desde el principio me había acercado a la investigación y al ensayismo, lo que dio como resultado el estudio Periplo santiaguero de Max Henríquez Ureña (1989), la recopilación del epistolario Regino E. Boti: Cartas a los orientales (1990) y la antología Lino Novás Calvo: Ocho narraciones policiales (1995). Por la otra, si algo tenía bien claro, era que mi camino acababa en la narrativa, y para eso me fui preparando: primero estudié cine (que es un arte violentamente narrativo); guiado por Ricardo Repilado, inicié un viaje por los vericuetos de la narratología que aún no termina; y, de la mano de Joel James, quedé deslumbrado frente a los sistemas mágico-religiosos cubanos. No hay mejor modo de conocer cómo funciona un narrador que estudiando los mecanismos que moviliza un practicante de la santería o un médium del espiritismo de cordón cubano. Por último, me pasé veinte años discutiendo sobre narrativa y narradores con Jorge Luis Hernández y Aida Bahr.

Así pues, estoy en el punto donde quería. En 1999 publiqué el libro de cuentos Un tigre perfumado sobre mi huella, que fue reeditado en 2004 por la editorial puertorriqueña Plaza Mayor; luego apareció el ensayo En el espíritu de las islas: los tiempos posibles de Max Henríquez Ureña (2003); y posteriormente el libro de narraciones para niños Cuentos para Angélica (2003), que tiene una edición cubana en 2004. Está inédito y terminado el libro de relatos “Tres, eran tres” y en breve saldrá, publicado por la universidad INTEC,  el libro de ensayos breves “La mirada en el camino”.

A estas alturas, confieso que no he podido responder la pregunta originaria: ¿Qué hace a un texto literario o no? En realidad conseguí algo mejor, aprendí que esa respuesta era innecesaria. No se trataba de una pregunta para ser pensada, sino para ser sentida.

L. D.: ¿Qué significa para ti la literatura? ¿Por qué escribes?

F. P.: La literatura es mi forma de vivir. No soy escritor por oficio o profesión. Soy escritor a vida completa: cuando me baño, cuando como, cuando respondo entrevistas… La literatura da sentido a las cosas, me protege de la porquería que nos rodea, hace que la vida sea llevable. Mis cariños y mis odios pasan por la literatura. Cuando sueño, sueño ficciones; cuando camino por la calle, voy convirtiendo en ficción lo que veo, y así puedo entender mejor las cosas.

Trato de decirte que no uso la literatura, no espero que ella me conduzca a algún sitio. No estoy en ella para hacer dinero o para alcanzar prestigio. Te diré algo más, y por favor no lo divulgues: en el momento de escribir, los lectores me importan un carajo. Lo verdaderamente importante es lo bien que me siento, lo mucho que me divierto armando ficciones, al extremo de que a veces realento a propósito el proceso de la escritura para gozarlo con más intensidad. En ese momento mi relación es con la literatura. Después sí; cuando el texto es publicado, los lectores se convierten en un actor fundamental: son ellos quienes me enseñan lo que realmente traté de decir mientras escribía. Y, si de paso a ellos también el libro les sirve de algo, pues aquí paz y en el cielo gloria.

¿Por qué escribo hoy? Por la misma razón que comencé a hacerlo cuando era un niño: porque me pican los dedos, porque escribir me hace torturantemente feliz.

L. D.: Si comparas la vida cultural cubana con la nuestra, ¿a qué conclusiones arribas?

F. P.: Es difícil hablar de Cuba sustrayéndose de la intolerancia que genera la pugna política en que el país está inmerso; esa es una pugna de extremos, en la que nadie se muestra dispuesto a conceder ni un solo éxito al contrario. Yo soy un escritor, no un político, y cuanto diga será eso: opinión de escritor.

Cuba lleva medio siglo inmersa en un proyecto cultural específico y bastante bien delineado. En ese trayecto han cometido una infinidad de errores, sobre todo provenientes de la centralización, el dogmatismo político, el automatismo, el exceso de paternalismo, de dirección, y el burocratismo. Pero también es verdad que han logrado organizar un verdadero sistema de instituciones culturales. Estas instituciones han sido más exitosas cuando surgen de proyectos locales fuertemente cimentados en la historia y la cultura regionales, como la Casa del Caribe, en Santiago de Cuba; o el Ballet de Camagüey; o el conjunto lírico de Holguín, para citar tres ejemplos; y menos felices cuando intentan aplicar un mismo y burocrático rasero para todos. Ahora, lo cierto es que Cuba posee un fuerte sistema de escuelas de arte, desde el nivel básico hasta el superior; un universo editorial que ha sido extendido en los últimos años a todas las provincias; una red eficiente de bibliotecas, etc.; y esto ha generado un personal técnico y profesional altamente calificado.

El hecho de que ese sistema oficial no satisface todas las necesidades ni las voluntades expresivas, hizo que ya entrada la década de los ochenta comenzaran a aparecer espacios de creación, intercambio y promoción cultural alternativos. Algunos, haciendo un difícil ejercicio de equilibrio, aprovecharon huecos propicios en las mismas instituciones estatales; otros encontraron el apoyo de instituciones no estatales, como las iglesias de diversos tipos; otros aún han cuajado acciones independientes de grupos intelectuales, que en ocasiones han contado con ayuda desde el exterior o se han valido de las posibilidades comunicacionales que abren las nuevas tecnologías. La vida de esos espacios alternativos no ha sido fácil, mayormente se ha desenvuelto en un clima de suspicacia, de hostilidad, incluso de franca agresividad. Algunos han desaparecido y otros se han consolidado; todos son hijos de la crisis que vive el país desde finales de los ochenta.

En República Dominicana es ahora que se intenta dar pasos más firmes en ese sentido, luego de la creación de la Secretaría de Cultura y el aporte indudable de algunas zonas del sector privado interesadas en la cultura. Hasta aquí lo que ha primado es el esfuerzo titánico, el sacrificio de un grupo de personas y de unas pocas instituciones, pero ciertamente la mayor parte del trabajo organizativo está por hacer, del mismo modo que está también por ver cómo va a protegerse del clientelismo y el arribismo político.

L. D.: ¿Qué te impulsó a escribir sobre Max Henríquez Ureña? ¿Guarda aún vigencia ese escritor dominicano? ¿Por qué?

F. P.: Podría decirte que el estímulo de Ricardo Repilado, que lo conoció y hablaba mucho sobre él en el aula, cuando yo era estudiante universitario. Podría decirte que la lectura de su archivo, perfectamente conservado (como el de tantos otros escritores) en el Instituto de Literatura y Lingüística, de La Habana. Podría decirte que el haberme dado cuenta de que el recuerdo de su trayectoria por más de treinta años en Cuba estaba lleno de confusiones y datos erróneos. Podría decirte que el hecho de trabajar en la Casa del Caribe, en Santiago de Cuba, y tener por tanto todas las oportunidades para desarrollar la investigación. Pero sé que hay más: una suerte de empatía con el personaje y su entrega al trabajo intelectual que no puedo explicar por completo. Eso me ha ocurrido con otras figuras literarias en cuyo universo me he movido durante muchos años, como el poeta Regino E. Boti o el cuentista Lino Novás Calvo, a cuya obra cuentística debo un libro antes de que me recoja la muerte.

Max es un eslabón importante en la historia intelectual intercaribeña, por su actuación en las tres grandes Antillas españolas. Pero además, dejó una obra de investigación literaria y sobre todo de sistematización académica que es usada y justipreciada donde quiera que se estudia la literatura hispanoamericana. A él se debe una de las más importantes historias de la literatura cubana, la primera historia de la literatura dominicana realmente profesional, y nadie puede sumergirse en el estudio del modernismo hispanoamericano sin pasar por su Breve historia. En los aciertos y desaciertos de su obra está bien marcada toda una época de los estudios literarios en la región, esa que necesitamos estudiar críticamente si queremos conocernos mejor.

Continuará…

L. D.: Conozco un libro de cuentos tuyo que publicaste no mucho tiempo atrás… ¿Cuáles son los atributos que debe exhibir un cuento logrado?

F. P.: Ya no lo sé a ciencia cierta. Un texto narrativo es un sistema en el que actúan numerosos elementos concatenados, no siempre los mismos ni organizados de la misma manera, de acuerdo con cada autor y con los propósitos de cada obra. Pero eso es puro oficio, pura habilidad narrativa, que puede ser estudiada. El cuento, por su brevedad y efecto, ha sido hasta hoy una invitación para que teóricos y practicantes formulen reglas y normas en torno a su escritura y comprensión; pero ha sido también un género escurridizo y vital, que ha escapado a todas las definiciones. Más allá de las técnicas, hay un talento difícil de definir, un don que se posee o no para dotar al cuento de fuerza expresiva. He leído cuentos pésimamente escritos desde el punto de vista técnico y estilístico, pero que son piezas impactantes por su fuerza y vitalidad.

¿Qué elemento sería decisivo en la estructura de un cuento? No pocos teóricos opinaron durante mucho tiempo que ese elemento era el narrador, la voz que conduce la historia. En este momento creo que en el cuento la mayor parte del éxito depende de lo convincente y profundo que pueda ser el personaje alrededor del cual se construye el argumento. Pero eso se debe quizás a que ahora mismo trabajo en un grupo de piezas donde intento contar historias sin mayores rebuscamientos, alardes técnicos o experimentaciones estilísticas, un libro que alguna vez recogeré bajo el título de “Cuentos tan simples”. Si me haces esta misma pregunta dentro de seis meses, lo más seguro es que te contestaré otra cosa.

L. D.: ¿Qué juicio te merece la literatura dominicana contemporánea?

F. P.: Tengo ocho años en este país y lo sé por experiencia personal: para escribir aquí hay que tener mucho coraje. Sin atención ni verdadero respeto por el trabajo del escritor; prácticamente sin instituciones que sirvan de trinchera y protección para una labor que es demorada, cuidadosa y a veces difícil de comprender para quien la observa de lejos; sin un sistema editorial profesional, publicaciones periódicas de largo alcance, ni mecanismos serios de distribución de la obra literaria; teniendo que saltar de un lado al otro, en un multiempleo feroz para reproducir una vida material bastante precaria… Para escribir así se necesita mucha vocación y… eso mismo: coraje.

Hay ciertas cosas que me resultan llamativas de la literatura contemporánea dominicana. La primera es su diversidad. Aquí tú encuentras desde gente que escribe como si el romanticismo y el modernismo no hubiesen terminado aún, hasta autores encendidamente actuales; desde escritores que siguen aferrados a una literatura “social”, de frontal utilidad política, hasta creadores que centran su obra en una estética férrea, densa e indoblegable. A esto debes sumar uno de los hechos más interesantes del presente literario dominicano: la articulación de una corriente creadora que viene de fuera, facturada por autores dominicanos insertados en diversas partes del mundo, y que traen, por tanto, elementos nuevos, enriquecedores, sin por ello desligarse del tronco central de preocupaciones y experiencias literarias nacionales.

Esto último es doblemente importante porque creo que ahora mismo la literatura dominicana cumple un proceso que le está permitiendo desbordar definitivamente el cerrado localismo que ha atenazado durante mucho tiempo a gran cantidad de sus creadores y de sus pensadores. Entre los escritores más maduros hay notables (aunque contados) ejemplos de una literatura que se emplaza firmemente en lo esencial dominicano, pero al mismo tiempo es capaz de dialogar con la literatura y los lectores de cualquier parte del mundo. Sin embargo, desde mi punto lo más interesante está viniendo de escritores que todavía no han alcanzado los cuarenta años, o que rondan esa edad, y que están trabajando con mucha soltura, entrega y logros. Me reservo los nombres porque esto no es un carnaval de simpatías ni tengo la intención alimentar el ego a nadie. Cada cual sabe en qué anda empeñado.

Como ha ocurrido en las últimas décadas, los mayores logros siguen ocurriendo a la sombra de la poesía y el cuento. Los éxitos de la novela son esporádicos y distanciados, algo que no parece en vías de cambiar, a menos que se abran espacios para que los escritores puedan trabajar de forma más constante y profesional sobre su obra. O esos espacios se construyen o la literatura que se hace en el país puede quedar en desventaja frente al número cada vez mayor de escritores dominicanos que sí van logrando insertarse en la estabilidad del medio académico norteamericano.

L. D.: ¿Qué echas de menos en la narrativa dominicana?

F. P.: Sentido del humor. Muchos de los narradores dominicanos se toman su trabajo demasiado en serio, intentan mantener en escena un concepto obsoleto de erudición y del intelectual, una pose elitista que tiene larga data en el país y que la mejor narrativa latinoamericana sepultó en la segunda mitad del siglo XX. La narrativa que no sabe jugar desaprovecha una infinidad de posibilidades en la fabulación, sobre todo en un momento donde la parodia, la ironía, el pastiche, la hibridación de las formas y los estilos, la ficción libre y desbocada han dado la última estocada al viejo realismo narrativo.

L. D.: ¿Y la literatura cubana?

F. P.: Confieso que, cuando digo literatura cubana, siento un estremecimiento molesto, la sensación de que no sé a qué me refiero con exactitud. El dilatado proceso revolucionario cubano ha provocado una diáspora que ya sobrepasa los dos millones de personas, entre ellas numerosísimos escritores que se encuentran diseminados por el mundo, algo que la mayor de las Antillas no conoció antes. ¿Cómo sé que un escritor cubano en Australia o Egipto no publicó en la década pasada o tiene guardado desde hace veinte años el original de una novela genial, que marcará las letras españolas en los próximos cincuenta siglos? Esta dispersión está cambiando la fisonomía de la literatura cubana y cambiará su valoración en el futuro. Para resumirte: La literatura cubana es hoy un corpus disperso y difuso, cuyos límites resultan muy difíciles de precisar; ese corpus debió encontrar su núcleo de contacto y concentración en la isla, pero los prejuicios y los dogmatismos políticos no han permitido que tal cosa ocurra. Así, cualquier aseveración al respecto debe de ser tomada como provisional.

L. D.: ¿Por qué la literatura cubana es más conocida internacionalmente que la dominicana? ¿Acaso tiene mayor calidad?

F. P.: Voy a comenzar por el final de tu pregunta. Me niego a considerar la literatura como una carrera de caballos. ¿Con qué criterios (literarios, los de otra naturaleza no me importan) puede alguien establecer certeramente que la literatura del tal país (enraizada en una circunstancia, en un sistema social y en una tradición estética dados) es mejor que la de aquel otro país? Muchos escritores se la pasan midiendo en qué lugar del ranking literario nacional o internacional se encuentran, lo que me parece una soberana tontería. La literatura, a cualquier nivel, es un tejido de sensaciones y sentidos en el que cada hebra (es decir, cada obra) tiene algo que decir… por mala que sea. Lo otro son especulaciones de farándula, reconocimientos oficiales y mayormente vacíos, clasificaciones de críticos cómodos y profesores aburridos. No sé ni me interesa saber en qué lugar del ranking de los cuentistas se encuentran ubicados Lino Novás Calvo o José Luis González, pero el impacto que me causaron cuentos como “La noche de Ramón Yendía” o “Vecinos” es algo que formará parte de mi vida para siempre y que nadie me puede quitar. Eso es la literatura y para eso sirve.

El reconocimiento internacional es otra cosa. Para no ser injustos, habría que estudiar cuidadosamente por qué la literatura cubana ha tenido más reconocimiento internacional que la dominicana. Mientras eso ocurre, examinemos algunas aristas del problema. Creo que la literatura cubana fue mejor conocida internacionalmente desde el siglo XIX (Martí, Casal, Villaverde) y en los primeros cincuenta años del siglo XX (Carpentier, Guillén, Lezama). Para la segunda mitad del siglo pasado, es posible que la literatura cubana (y el arte en general) se haya beneficiado de las miradas atraídas por la revolución y el extendido conflicto que el gobierno de la isla ha protagonizado con los Estados Unidos. Pero, a fuer de honestos, debemos reconocer que no basta con atraer las miradas: hay que mostrar algo que las cautive. Quiero decir que no basta, por ejemplo, con que el proceso revolucionario cubano haya llamado la atención durante los sesenta sobre el reverdeciente cine cubano, es necesario también que aparezcan directores como Gutiérrez Alea, Humberto Solás o Fernando Pérez (para llegar hasta hoy) y obras como Memorias del subdesarrollo, Lucía o Suite Habana.

Ahora, al menos los escritores que residen en Cuba han contado con un sistema de instituciones que los ha ayudado a proyectarse internacionalmente. Desde el sistema escolar, extendido y asequible en todos sus niveles; pasando por editoriales y editores profesionales que se encargan del procesamiento de las obras; hasta llegar a instituciones y publicaciones periódicas de amplio rango internacional, que extienden su trabajo hacia el mundo y organizan gran cantidad de eventos dentro y fuera de Cuba (concursos incluidos). Todo esto ha hecho más visibles a los escritores cubanos residentes en la isla (y, a veces, por contraposición, a los exiliados), les ha permitido a muchos capitalizar las oportunidades más allá de las fronteras nacionales y hacer carrera. Algunos han logrado llamar la atención incluso en razón de ser discriminados por las instituciones oficiales cubanas.

La República Dominicana, que es uno de los países más abiertos del continente y, por tanto, tiene especiales oportunidades para internacionalizar a sus escritores, no ha contado con ese sistema de instituciones, con esos espacios y oportunidades. Súmale a esto las dificultades para concentrarse en el trabajo creador de que hablábamos antes, y quizás tengas algunas razones de peso para explicar la lentitud con que la literatura dominicana ha trascendido sus fronteras nacionales.

L. D.: ¿Quién es José Manuel Fernández Pequeño?

F. P.: ¿Y yo qué sé? Para tratar de definirme, tendría que hacerlo a través de la mirada de los otros, y entonces mucho me temo que habría tantos yo como personas me ven. Si tuviera que escoger, me quedaría con la opinión de una persona que, para demostrar a qué extremos de la tontería era posible llegar, le dijo a otra: “Fíjate que, por tal de escribir, Pequeño está dispuesto a vivir debajo de un puente”. Tiene toda la razón.

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