LA HABANA. AP. No es el sálvese quien pueda, ni mucho menos, pero algunos mecanismos y formas del capitalismo comienzan a filtrarse lentamente en la vida cotidiana de Cuba, al tiempo que más de 460.000 personas pusieron sus propios negocios al calor de reformas económicas iniciadas por el presidente Raúl Castro.
En estos días hay cafeterías, portales con ofertas de DVD piratas, anuncios y pequeños puestos en casi cada cuadra y los vecinos compiten para ganar clientes, vigilantes de sus negocios.
Por las calles transitan los vendedores ambulantes con sus pregones y los productores agrícolas llegan antes del amanecer al mercado para obtener las mejores posiciones.
Esta limitada pero creciente apertura comenzó a alterar las vidas y actitudes de los cubanos de manera visible, a veces entrando en conflicto con algunos ideales de la revolución.
Algunos temen, y otros esperan, que conceptos estigmatizados por medio siglo de revolución regresen con la posibilidad, aunque limitada, de hacer dinero y que la gente se aproveche de manera directa e individual los beneficios de un negocio, sin verlos redistribuido de manera colectiva.
«En la medida que el país va a crecer habrá más cambios, es algo muy positivo», dijo a la AP Luis Antonio Véliz, dueño de Fashion Bar Habana, un restaurante y cabaret. «Pero algunos cubanos tienen dificultades para entender que ya no todo depende del Estado», advirtió.
Aunque buen número de estos pequeños emprendimientos fracasaron en los tres años que llevan las reformas, agobiados por la falta de un mercado mayorista, suministros estables o por los pocos recursos de sus clientes, quienes sí tuvieron éxito entraron en un terreno desconocido desde los años 50.
Un ejemplo de cómo la vida de una persona se transformó es precisamente la de Véliz.
Abierto inicialmente al público hace tres años en un barrio periférico de la ciudad, Fashion Bar Habana acaba de ser trasladado por su dueño al corazón de La Habana Vieja, por donde circula más gente y turistas. Pero con el éxito, llegó el sacrificio.
Véliz tuvo que aprender a competir para ganar clientes, a veces desatendió a su familia o se quedó sin vacaciones y descubrió que ser dueño de un pequeño negocio es una tarea de 24 horas, algo impensable para él, cuando era un empleado con un sueldo estatal.
«Aprendí sobre la necesidad del rendimiento del trabajo. Cuando uno trabaja para uno mismo debe velar por sus propios intereses», expresó Veliz. «Soy más duro, más recio, más seguro».
La ley del mercado domina visiblemente lugares como la calle Egido, en el casco histórico capitalino, con sus carretilleros, los autos que tiran humo por sus caños de escape y los bicitaxis que esquivan personas.
Muchos emprendedores buscaron aprovechar el gran paso de transeúntes y se instalaron allí y en una cuadra –alrededor de un mercado agropecuario– hay por lo menos siete cafeterías, 13 puestos de flores, fotógrafos, plastificadores de documentos, plomeros y vendedores de bisutería.
Una competencia a la cual se suman ambulantes que también exponen su mercancía diariamente en el sector.
«Aquí la venta se basa en la calidad, la innovación, todos competimos por tener un producto mejor», comentó a la AP Yeska Estiu, una florista de 44 años de edad.
La mujer recordó como la inventiva le ayudó a sobresalir en su negocio, cuando fue a buscar a la tienda un aerosol verde –con el que las floristas resaltan el color de los helechos en los ramos– y no lo encontró.
Compró pintura blanca, dándole un toque distinguido de nieve al conjunto del arreglo y gustó tanto entre los clientes que al poco tiempo sus colegas la imitaban.
«El trabajo por cuenta propia genera posibilidades de crear, imponer calidad que no es malo», expresó Estiu, quien suele acompañar sus flores con papeles plateados y cintas brillantes.
El camino no está exento de desafíos a los valores largamente cultivados por la revolución como la solidaridad, la unidad y el orgullo nacionalista.
«Me gustaría que la gente entienda que no solo debe existir el beneficio económico, sino también que pueden aportar al beneficio social», explicó a la AP, Gilberto Valladares de 44 años.
Más conocido como «Papito», Valladares es dueño de Artecorte, inicialmente una barbería con elegantes salones de altos techos y molduras de yeso. Posteriormente sumó un museo de antigüedades sobre el oficio y ahora es también un proyecto de desarrollo local. El callejón dónde vive y trabaja se convirtió en un paseo lleno de plantas y hasta con una escuela para enseñar a jóvenes sin profesión a ser peluqueros.
«Este sector (de emprendedores) comienza a tener un peso importante en esta sociedad», manifestó Papito. «Es el momento para comprometer al nuevo sector cuentapropista, socialmente», agregó «Papito».
Durante décadas luego del triunfo de la revolución de 1959, Cuba se empeñó en construir una sociedad de –como los definió el comandante Ernesto «Che» Guevara– hombres nuevos: capaces de anteponer los intereses del colectivo a los suyos propios.
El Estado garantizaba a todos los isleños trabajo, casa y comida suficiente. Los bajos salarios eran compensados por salud y educación gratuita y servicios subsidiados.
Pero con el derrumbe de la Unión Soviética en los 90 y la crisis económica posterior, la cerrada sociedad cubana se estremeció y sus habitantes se vieron en la necesidad de pensar en sus familias y en sí mismos, primero. A la par comenzó a fluir el turismo y las remesas.
Al punto de que para algunos expertos el cambio de mentalidad del presente es un proceso que comenzó hace dos décadas.
«Probablemente haya (con las reformas recientes) ciertos cambios en la forma de ver las cosas», explicó el politólogo cubano Armando Changuaceda, investigador de la Universidad Veracruzana en México. «Pero también lo puedes ver desde otro lado, la sociedad ya había cambiado y el Estado y sus políticas no».
Si el ingenio y el individualismo –«inventar» y «resolver» en la jerga callejera — de los 1990 servía para sobrevivir, para algunos ahora es sinónimo de salir adelante.
Buen número de cubanos por ejemplo están utilizando sus mayores ingresos para ampliar sus viviendas, mientras se compran ropa con diseños de España o Miami.
A la par, se reportaron 1,8 millones de celulares –contra los 300.000 de hace seis años cuando eran restringidos– y se hizo popular el uso de una suerte de técnicas de marketing con los gerentes y dueños enviado mensajes de texto para dar a conocer ofertas de sus restaurantes o salones de belleza, en un país donde la televisión y la radio no admiten publicidad privada.
Con las finanzas débiles y presionado por 50 años de sanciones estadounidenses, Castro inició en 2010 un proceso de reformas en el país cuyo objetivo era destrabar la iniciativa privada para lograr mayor eficiencia y descargar las abultadas plantillas públicas.
Liberación del mercado de bienes raíces, política crediticia, licencias a emprendedores, aperturas de cooperativas, autorización para que particulares firmen contratos con el Estado y entrega de tierras ociosas, fueron algunas de las medidas aprobadas.
Actualmente hay más de 460.000 trabajadores independientes, 200 cooperativas y miles de hectáreas de tierra en usufructo.
En reiteradas ocasiones Castro aseguró que la actualización del modelo no significaba en lo más mínimo la privatización de sectores claves para el bienestar como la salud o la educación; mientras insistió en que el objetivo es perfeccionar el socialismo y no abrazar el capitalismo.
Además, el gobierno inició un proceso para impulsar una mayor eficiencia en las grandes empresas estatales y aseguró que nadie quedará desamparado, tal como fue la práctica revolucionaria hasta ahora.
Pero para expertos como Changuaceda, los cambios en la estructura social son inevitables. «Las reformas incrementan las desigualdades en una sociedad ya más desigual que en las décadas del 60 al 80», explicó el analista. Teme que ante la disminuida capacidad del Estado «lo individualista» emerja «como respuesta de mucha gente» ante los problemas.
Y con todo ello, algunos ciudadanos se sienten alejados de las reformas como los que no pudieron emprender una actividad o viven de sus pensiones estatales equivalentes a unos 10 dólares al mes.
«Esto va de mal en peor», dijo de mal humor, parada en el portal de su casa deteriorada de la calle Egido, la jubilada de 73 años Manuela Peña, mientras se quejaba de los precios.
Pero a unos pasos más allá, un grupo de trabajadores que ahora arriendan un local para una cafetería que por años gestionó el Estado, se mostraron entusiasmados mirando de frente al futuro.
«Nos está funcionando más que antes», comentó vestido con impecable uniforme verde Raidel Sánchez de 49 años, uno de los tres flamantes autoempleados que tiene el lugar, recién pintado por ellos mismos.