Cuello torcido del cisne

Cuello torcido del cisne

JAVIER DARÍO RESTREPO
El periodista había cruzado un afluente del río Arauca, colgado de una cuerda y de un gancho que se deslizaba chirriando a lo largo del cable tendido de orilla a orilla; al otro lado lo habían recibido los indígenas cuibas y la maestra de la escuela, y con sus relatos había tejido la historia de ese grupo de compatriotas diferentes, y de su vida en la aldea situada en lo alto de la montaña a tres horas de camino. Con escaso tiempo disponible, complementó su relato con los datos de un texto especializado y describió la vida de esa aldea. Cuando la historia apareció publicada, un antropólogo reaccionó: “Usted conversó con los indígenas, pero no estuvo en la aldea”.

Ese reproche me enseñó más que muchos textos: los datos eran ciertos, pero la circunstancia insinuada en la crónica era falsa.

Los viejos maestros de periodismo lo han enseñado siempre. Joseph Pulitzer amonestaba a sus periodistas: “precisión, precisión, precisión”. Y explicaba que si se descuida la precisión en los detalles menores, se pierde la credibilidad necesaria para que se acepten las informaciones más importantes. Otro viejo y respetado periodista, Adolph Ochs, era categórico: “Merece censura quien no se toma la molestia de confirmar los hechos, quien es indiferente a la responsabilidad de su diario y descuida su reputación de veracidad y exactitud”.

Ante los arrestos imaginativos de su nuevo redactor, el jefe de redacción de El Espectador, José Salgar, hizo célebre su norma de “torcerle el cuello al cisne” con que le enseñó a Gabriel García Márquez la exactitud en el relato de los hechos. Con los años y con mucho de genialidad, el aprendiz desechó la práctica del reportero novel de hacer una novela con la noticia y perfeccionó el arte del periodista nobel de hacer la noticia como si fuera una novela. En algún taller dictado en Cartagena, sorprendió e hizo las delicias de los periodistas asistentes cuando contó detalles de Noticia de un secuestro, que entonces escribía. Reveló el trabajo de reportería que le había permitido saber el color del lápiz labial, la fragancia del perfume y el corte y color de la sudadera que llevaba doña Marina Montoya el día en que fue asesinada por sus secuestradores. Al llegar a detalles como ese, los lectores olvidan que se trata de un relato periodístico, y creen que han entrado en el mundo de la ficción, porque ha sido tan minuciosa la tarea del reportero, que la noticia parece ficción.

En los años 60 una de las atracciones del Herald Tribune fue Jimmy Breslin, un cronista que tenía la costumbre de recoger “los detalles novelísticos de sus historias: los anillos, la transpiración, las palmadas en el hombro”, el material ambiental de los escenarios en que transcurrían los hechos que relataba.

El resultado de esta práctica fueron crónicas y reportajes en los que se demostró que la realidad es superior a la ficción. Los lectores y los críticos, acostumbrados a la visión plana y estereotipada de la realidad que les ofrecían las noticias escritas de afán y bajo la rutina de la pirámide invertida (técnica que encabeza la noticia diciendo en un párrafo el quién, cuándo, dónde, qué, cómo y por qué del hecho) cuando encontraron una minuciosa versión de lo real, creyeron que el periodista había creado su propia novela, descuartizando los hechos. Pero explicaba uno de los promotores de esta técnica, Tom Wolfe: “Era posible escribir artículos muy fieles a la realidad, empleando técnicas habitualmente propias de la novela y del cuento”.

Para hacerlo el periodista pasaba días enteros observando personas, lugares, procesos, y tomando notas para hacer una descripción objetiva completa. Así podían describir escenas detalladas, reproducir diálogos exactos, presentar los hechos a través de los ojos de sus protagonistas, y relatar gestos cotidianos, hábitos, modales, costumbres, mobiliarios, vestidos, decoraciones y comportamientos que daban al lector una versión real de lo real. Los lectores solían preguntar: “¿cómo puede un periodista describir los pensamientos de una persona sin apelar a la ficción?” Wolfe respondía: “Es maravillosamente simple: entrevistar sobre los pensamientos y emociones de la gente, junto con todo lo demás”. Es un periodismo obsesionado a la vez por la exactitud y por las riquezas de la realidad. Por eso Gabriel García Márquez pudo decir: “En el oficio de reportero se puede decir lo que se quiera con dos condiciones: que se haga de forma creíble y que el periodista sepa en su conciencia que lo que escribe es verdad. Quien cede a la tentación y miente, aunque sea sobre el color de los ojos, pierde”.

El antropólogo que rechazó aquella crónica juvenil sobre los indios cuibas, echó de menos esa rigurosa fidelidad a la verdad de los hechos, con la misma severidad con que acaba de hacerlo la lectora Claudia Del Campo ante una crónica sobre los colombianos en Israel, aparecida en El Colombiano. De entrada anota tres inexactitudes, menores pero inexactitudes; después se asombra ante la descripción de unas reuniones entre estudiantes palestinos e israelíes, y de unas comidas que habrían servido en sus mesas. Como este reportero con las costumbres de los cuibas, en esta crónica se utilizó el recurso de suponer, que sus comidas habían sido las tradicionales, para crear la escena.

Cuando se le tuerce el cuello al cisne de la imaginación se comprueba que lo real es más rico que cualquier ficción. La lectora tuvo razón en su reclamo: habría sido de mayor interés atenerse al hecho real, como están haciendo los mejores del oficio.   (Revista Pulso)

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