Cuentos del Sur Entre guazábaras, bacás y olvidos

Cuentos del Sur Entre guazábaras, bacás y olvidos

POR J. R. LANTIGUA
Dícese del Sur que es agreste, poblado de guazábaras y cambrones, de sol calcinante, de bacás y luases perdidos en las sombras sin fronteras de la magia y el sincretismo, de tierras despobladas, de desprotecciones humanas y sociales, inhóspito hábitat donde los sueños a veces se cubren de sombras,  aquejado el territorio por su supuesta, y tal vez sólo aparente lejanía del epicentro de las decisiones nacionales.

La metáfora del cambrón, la guázabara y el bacá remite a una tierra perdida en los meandros de la ingravidez social, poblada de seres y rituales, y subsumida por la desesperanza.

Empero, el Sur, que en las geografías humanas, y hasta en los anfibios huecos de las geometría social, y desde luego en los tragaluces de la geopolítica internacional, tiende a ceder su espacio a la hegemonía del Norte, es una cantera de primicias que sucumbe no ante la superioridad maniquea del otro polo, que puede no ser tal, sino frente a la embestida feroz de quienes, desde el epicentro nacional, han intentado por centurias arrinconarla regional y socialmente.

El Sur existe, sin embargo. Existe como territorio de luces y como emblema histórico. Existe como sacrificio patriótico y como escuela de identidad. El Sur, y por supuesto, hablo del Sur nuestro, el cercano o el lejano y profundo, es una región de muy próximas y hondas aportaciones al desarrollo histórico del país.

Hablar de la nacionalidad dominicana, es hablar del Sur. Hablar de la historicidad como símbolo de las mejores causas nacionales, las que forjaron la realidad viva de la República, es hablar del Sur. Hablar de la configuración de la identidad nacional, es hablar del Sur. Y hablar de la literatura dominicana, como forja creadora, es hablar del Sur.

Nada como el Sur, y hablo desde la voz de un norteño, identifica un estilo de la nacionalidad y expresa un quehacer creativo fecundo que tiene raíces de profunda secuencia con el ensamblaje sociohistórico, con las cuales se ha construido, y se sigue construyendo, el andamiaje vigoroso de la identidad dominicana.

Y en ese terreno, el Sur ve crecer laureles y palmas enhiestas en la ingravidez de sus guazábaras, y frondosos verdeles en la inhóspita certeza de sus cambrones. Y el Sur puede gloriarse de regar la tierra nacional con el abono de sus conquistas culturales, y de perfumar las glorias nacionales múltiples con el aroma de su quehacer distintivo y de su carácter regional.

Tal vez muchos dominicanos, entre los que debo incluirme, debieran recurrir a la mágica vertebradura del Sur para entender el alma nacional. Y, en ese ámbito, redescubrir una geografía que nos pertenece y que, a lo mejor, hayamos dejado abandonada al borde de los precipicios fronterizos, sin reconocerle su valía especial en el contexto general de la mejor dominicanidad y de las más profundas herencias culturales.

En el libro de Edgar Valenzuela, que hoy presentamos, yo redescubro al Sur y me sumerjo en sus recónditos espacios, en sus telúricas leyendas y en su andadura histórica. Y, entonces, vuelvo el rostro al Sur, de la misma forma como Sánchez Lamouth pedía a gritos que todos volviésemos la cara hacia “las hojas verdes de Febrero”.

Hablábamos del Sur como cantera. De leyendas bélicas, de vibrantes marchantes del honor patrio, de poetas, narradores y dramaturgos, de la vital esencia de la vida cultural y de la fundadora noción de patria, en su más intensa acepción.

Este libro de Edgar Valenzuela, un sanjuanero que exhibe permanentemente con orgullo la impronta de su patria-chica, y los valores de su patria-regional, nos contacta, a través del haber literario, con tres aspectos que considero fundamentales para entender y valorar en su más alta dimensión la trascendencia de esta obra que hoy presentamos al público.

En primer lugar, nos recuerda el hecho de que la literatura de imaginación de nuestro país tuvo su centro fundador en el Sur.

En segundo término, nos revela  que en las obras de Rafael Damirón, Sócrates Nolasco, Ulises Heureaux hijo y Renato D’Soto se encuentra el germen de la narrativa breve de República Dominicana.

Y finalmente, nos ofrece una muestra sensible y ejemplar de los alcances y valoración del hecho cultural como aporte del Sur, en tanto señalización temática del trabajo narrativo y memorioso de los privilegiados ejes que circundan sus historias: justamente los que pueblan su realismo mágico y sus leyendas de subterránea certeza imaginativa, tan misteriosa y fecunda como su propia tierra o como su propio habitat.

Creo que en estos tres elementos se condensa el gran valor de esta formidable “Colección de joyas narrativas sureñas de principios del siglo XX”, como bien consigna su autor y recopilador en el proemio de su libro.

Obviamente, y esta obra nos lo informa, no es necesario ser nativo del Sur para que el Sur se nos revele en toda su intimidad mágica. El Sur es, por tanto, un filón narrativo para el escritor de cualquier otra parte del territorio dominicano. El Sur está ahí, con su latido propio, con sus propias certidumbres, con el ritmo de su mágica realidad, ofreciéndonos la vigorosidad de su entorno como piedra de sacrificio para el altar de los creadores literarios.

El libro de Valenzuela nos lo demuestra. Aunque todos los autores recogidos en esta singular antología son nativos del Sur, hay otros escritores que no han necesitado ser hijos de esa región para escribir sobre ella. El autor nos recuerda que durante la dictadura de Trujillo, el hombre-fuerte del país de la época envió a un grupo de prominentes ciudadanos a residir en esos territorios para ejercer en importantes puestos públicos. Lo que pudo ser entonces una traslado indeseado y,  por tanto, un castigo personal, aunque tuviese otros matices políticos, terminó favoreciendo el desarrollo de la literatura dominicana, pues esos ciudadanos, hoy escritores consagrados de la mejor clasicidad dominicana, reseñaron al Sur, lo reescribieron en sus narraciones, y permitieron que se descubriese ese filón temático, que todavía sigue vigente.

Se trata de nombres ilustres de nuestras letras, que provenían del sur capitalino, tan diferente al otro y más auténtico sur, pero también del Norte y el Este de la República. Hablamos de Freddy Prestol Castillo, Ramón Marrero Aristy, Néstor Caro, José Rijo y Miguel Angel Jiménez.

Otros escritores, como Ramón Lacay Polanco, no formarían parte de esta romería de intelectuales trasladados por el dictador hacia pueblos del Sur, pero Lacay se internó en sus recónditas urdimbres, abrió las celosías de sus leyendas, y construyó un haber narrativo inspirado en esas sureñas realidades.

Así nace esta antología de Edgar Valenzuela, cuyas piezas no todas aparecen en libros, sino que ahora se ofertan al público extrayéndolas de diferentes publicaciones donde permanecían ignoradas y olvidadas. Sus autores forman parte de una pléyade de creadores narrativos que hoy son figuras descollantes, como esta obra nos lo demuestra, de la mejor forja cuentística nacida al Sur de la isla en toda una centuria.

Ahí está el bacá del capitaleño Lacay Polanco, el inolvidable autor de “Punto Sur” y “Mujer de agua”, donde la poesía y la escritura cuidada se entronca con el ejercicio más limpio y eficaz de la metáfora que conozca la literatura dominicana. Observemos estos dos ejemplos de narración descriptiva, donde se perfila un estilo poético:

“Detrás de las bayahondas, agachada en el fondo del terreno, está la casa, con su tejado parduzco. En ese paisaje de graves tonalidades pictóricas, de sabanas duras y requemadas, el triste bohío de tejamaní es una queja doliente en medio de la amplia mancha del sol de la tarde….La naturaleza en el Sur, es cruel como un castigo y pródiga como una madre. Feraz y selvática. Dura, como los campesinos, que bajo la sombra rala de los chácharos y los habillos hacen un paro y después siguen su marcha”.

Y, luego, introduciéndonos en la magia del Sur, nos explica su impronta, y la del bacá que se sumerge en sus instintos:

“..las noches del Sur eran foscas, y la queja del bongó que llegaba de Veladero y los gritos del vudú, el rito africano, atravesaban la raya fronteriza, y el clerén cruzaba y ponía fiebre en el alma, y los hunganes, misteriosos de Haití, que esperan las sombras de la noche para crecer y agrandarse en las almas, estremecían las cañadas sin agua, las zarzas y las cañafístolas, las sombras y las lomas, y con ellos, más duros todavía, los relatos y las supersticiones…y es Haití quien pasa, porque este ron es su alma…la magia y la noche embriagada de astros y lamentos de tambores, en ese nocturno mundo mágico de ritos y perfumes de jazmines silvestres, donde el Bacá impera…El Bacá, mitad perro, algunas veces, mitad hombre, con cuernos amarillentos y ojos colorados, era el terror de la comarca, la representación de Lucifer para incubar en las mujeres hermosas y dar herencia diabólica”.

Y, más adelante, vuelve a definir al bacá, añadiendo nuevos ingredientes físicos:

“Era un animal del diache, con cabeza de perro, el cuerpo de ovejo, por adelante, y de hombre por atrá. Con cuerno amarillo y los ojos coloraos. Tiene la pata torcía y pelúa, y uno colmillaso largo…”

La antología continúa su curso con el sancristobalense Diógenes Valdez, que con “La pinacoteca de un burgués” patentiza, como lo sabemos hace rato, la calidad de su narrativa y la veteranía de su haber como narrador expresada en trazos de cuidada hechura y en el diseño de una arquitectura de contenido y forma de singular valía.

El banilejo Héctor Incháustegui Cabral parece recordarnos en el relato incluido en este volumen los mejores trazos de “El Pozo Muerto”, e incluso de su poesía, esa que todos conocemos que nos habla de un Sur visto desde un auto veloz,  de un Sur sellado por el hambre y el abandono. En este relato lo vemos describir con el mismo tono:

“…en los brazos ásperos de los cosecheros de café o de los dueños de las recuas de mulos que traen el grano desde las verdes montañas distantes hasta el llano ansioso”.

O más adelante:

“…entre bayahondas deshojadas y serenos aceitunos que se negaban a soltar sus hojas verde oscuro”.

Y luego, el poeta y el narrador que escribe y describe las penas del Sur:

“Sin que su voluntad interviniera, como se hace cuando se sueña, sin pensarlo, en el momento en que estaban ya en el cielo todas las estrellas, se halló en aquel barrio repulsivo. Las casas, agobiadas por la carga de los años y la sequía, con sus puertas desvencijadas pintadas con almagre rojo, las llenaban con sus gritos los niños. De cuando en cuando se oía una maldición o el canto monótono de una mujer que, sin fuerzas para maldecir, cantaba para dormir a su hijo o al hermanito pequeño. El viento arrancaba trozos a las canas de los techos y levantaba nubecillas de polvo, aquí y allá y más allᅔ

Sorprende en esta antología la presencia del banilejo Máximo Gómez, el guerrero de la carga al machete en la isla cubana, el libertador de Cuba. Gómez, cuentista. Digamos mejor, escritor de estilo peculiar, con acentos narrativos muy precisos, a pesar de la trama ligera.

Baní cierra su aporte en esta obra con Héctor Colombino Perelló, el autor de “Cuentos banilejos”, que fue un cronista y un narrador de estirpe.

Ocoa está representada por William Mejía, uno de los mejores escritores de nuestros tiempos, de haberes variados pues lo mismo hace el cuento, contruye la novela, diseña el drama o dirige la acción cultural. Mejía es un hacedor múltiple de cultura, y vive entrañablemente, casi devocionalmente, este don.

Azua aporta tres nombres importantes: Renato D’Soto, Otto Oscar Milanese y Emilia Pereyra. El primero está considerado el primer narrador y el primer dramaturgo de Azua, una provincia donde ambos géneros continúan, cincuenta años después de la muerte de Soto, siendo objetos permanentes del quehacer intelectual y creador, pues sorprende en Azua la presencia de tan buenos narradores y dramaturgos, situación que es también común a San Juan de la Maguana.

Milanese ofrece en el relato “La muestra”, una visión diferente de la matanza del 37, que debe ser examinada en su impronta narrativa como desde el estrato histórico, sobre todo cuando el editor recuerda que la pieza está basada en un hecho real.

Y Emilia Pereyra, se presenta con un cuento conocido, “Adriana, en cualquier tarde”, que revela sus extraordinarias condiciones como narradora, que le han merecido reconocimientos dentro y fuera del país.

La presencia de San Juan de la Maguana, es de vital importancia dentro de esta muestra narrativa. Se inicia con Ulises Heureaux hijo, el hijo del recio dictador, que tuvo obviamente conciencia del rol histórico jugado por su padre, de su carácter y atributos, pues a la hora en que Lilís fue enviado al más allá por el grupo de justicieros encabezados por Mon Cáceres en el solar mocano de 1899, ya el hijo-escritor del dictador tenía 23 años de edad y había obtenido una educación privilegiada en París. De allí vino siendo autor teatral, narrador, poeta, compositor, pianista, lo que demuestra sus condiciones excepcionales para el arte y las letras, todavía no debidamente evaluadas.

Ulises Heureaux hijo publicó sus primeros cuentos tres años después de la muerte de su padre, o sea en 1903, y no hay dudas de que “Alma sencilla”, el ‘cuento criollo’, como se subtitula, insertado en esta antología, demuestra sus habilidades narrativas. Su tema se entronca con la montonera y el desvarío caciquero de aquellos tiempos. Y sorprende esta joya en medio de la narración, sobre todo siendo él hijo de Lilís. Al comentar la hechura militar del general Francisco Lorian, alias Pancholo, de quien afirma que con su machete “mantenía en pie la máquina gubernativa”, expresa:

 “!Fatal destino el de nuestro pueblo! La razón se rendía a la fuerza y el acero subyugaba al derecho. La voluntad nacional vencida, inerme, anhelaba el grito de redentora libertad”.

Es interesante este dato, pues recordamos la anécdota de Lilís, cuando al mantener una disputa con el Congreso Nacional que no le aprobaba un empréstito, se presentó sorpresivamente al hemiciclo, y luego de pronunciar un extenso discurso justificando el proyecto, cuando ya se marchaba dio media vuelta, regresó a la mesa directiva del Congreso, y dejó frente al presidente de la Cámara Alta una moneda chilena en cuyo escudo reza la frase: “Por la razón o la fuerza”, dejando claramente especificadas sus intenciones de llevar a buen término su empréstito bajo uno de los dos esquemas. “La razón se rendía a la fuerza”, escribía el hijo de Lilís mucho después, en este relato.

Los devaneos de un cura ambicioso de provincia, cuyo “donjuanismo lo llevó a ser protagonista de sucios escándalos, de los cuales salía con la sotana manchada y la conciencia arrugada”,  son objeto de la atención de E. O. Garrido Puello en su cuento “El cura de la aldea”.

La presencia sanjuanera concluye con Fanny Herrera, cuentista de tiempos recientes.

El autor de “!Ay, de los vencidos” y “La cacica”, Rafael Damirón inicia la presencia barahonera con un relato breve, titulado simplemente “Amor”. Le sigue Sócrates Nolasco  con “!Se casa Ciprián!” y  Angel Augusto Suero, y concluye con otro narrador de factura reciente Marino Beriguete.

Precisamente, con Beriguete y su relato “La ciguapa”, regresa la antología de Edgar Valenzuela a su inicio, cuando Lacay Polanco dio cuenta del bacá y de los misterios. La muestra habrá de concluir con “El Santo la Gran Plena”, del neibero Abraham Méndez Vargas, y “Los cocuyos misteriosos”, del duvergense Angel Hernández Acosta, el célebre autor de “Carnavá”.

Saquemos conclusiones firmes de este esfuerzo editorial. El Sur es una cantera de excelentes literatos, sobre todo de escritores de oficio, que han hecho de la escritura un haber cotidiano. Su impronta mágica es un filón vigoroso y el aporte bibliográfico en materia narrativa sobre este tema constituye ya un soporte vitalísimo de la andadura toda de la literatura dominicana.

Las muestras son contundentes. “Punto Sur”, de Lacay Polanco; “El Pozo Muerto” y los “Poemas de una sola angustia”, de Incháustegui Cabral; los “Cuentos de Sol y Sombras”, de Perelló; los ensayos de Garrido Puello sobre el Sur; o los de Rafael Damirón sobre el Sur remoto; los “Cuentos del Sur”, los “Cuentos cimarrones” o las sabrosas “Viejas memorias” de Sócrates Nolasco; los cuentos de Angel Suero; y los formidables “Cuentos supersticiosos del Sur”, de Marino Beriguete, el primer libro de textos narrativos dedicado en su totalidad al fenómeno de los simbolismos, los rituales, los embrujos, los aparecidos, los resguardos, los seres extraños y los menjurjes milagrosos en el Sur revuelto de magia y asombro.

Edgar Valenzuela, luego de intensas investigaciones, ha construido un volumen que debe trascender como lectura y como contribución notable al conocimiento de estos cuentos del Sur. Una selección que bien podría alimentarse de nuevos aportes en futuras ediciones, pero que desde ya debe figurar como una de los aciertos bibliográficos más valiosos al conocimiento de un Sur que existe con vigorosa flama y con un impactante conjunto de certezas, y de una literatura que lo describe y lo representa.

Saludemos esta antología de “Cuentistas del Sur de la Isla”, de Edgar Valenzuela, como un hallazgo que se agradece y que debe ser motivo de regocijo para todos los que sabemos que en su autor hay un sureño de pura cepa imbuído de la grandeza de su región y de los altos valores de su provinciana estirpe.

(Edgar Valenzuela: “Cuentistas del Sur de la Isla”, antología; Editorial Perla/ Editora Búho, Santo Domingo, República Dominicana, diciembre 2005; 176 pp.)

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