Cuestión de tornillos y tuercas

Cuestión de tornillos y tuercas

Estuve el pasado lunes 1 de marzo de 2010 en la Plaza Independencia de Montevideo donde tendría lugar la transmisión de mando desde el doctor Tabaré Vásquez hasta el dirigente tupamaro José Pepe Mujica.  Dentro de la plaza estarían sentados bajo el tetero del sol de verano austral los invitados nacionales y extranjeros.

A la vuelta, cientos de miles de personas desbordaron veintiuna cuadras de la avenida del Libertador. Sumergidos en aquella masa, pude notar a Eduardo Galeano, su compañera Helena Villagra y Julio Marenales, el legendario líder tupamaro. Ellos  participaban en el acto eludiendo la formalidad del protocolo  mientras se daban un baño de pueblo.

El presidente José Pepe Mujica y el vicepresidente Danilo Astori fueron transportados hasta el lugar en un automóvil eléctrico, uno entre los abundantes símbolos que predominaron en aquella ceremonia. El auto no mostraba publicidad alguna de la empresa que fabricó el sistema. Banderas uruguayas cubrían todo dato empresarial inscrito en su carrocería. El control de la multitud estuvo a cargo de decenas de militantes del Frente Amplio y de activistas sindicales. Nada de guardias ni policías con armas de fuego ni macanas como elementos de convencimiento popular.

Sería esta la primera vez que un acto protocolar de transmisión de mando presidencial se realizaría al aire libre y a la vista de todos los que estuvieran al alcance. Además, fue la primera vez en que un Mandatario de izquierda colocaría la banda presidencial a otro del mismo partido político y de (más) izquierda. Por esas vueltas que dan la historia y la vida, la encargada de tomarle la promesa de honor (que no un juramento sobre la biblia) a Mujica fue su compañera de lucha, de cárcel, de sueños y de cama, Lucía Topolansky, la Senadora más votada en las elecciones recién pasadas.

En el escenario preparado para la ceremonia, sólo estaban en la mesa el Presidente entrante y el saliente. A ambos lados del fondo de la tarima, los tres familiares más íntimos de cada Mandatario. El protagonista fue durante el inicio, el escribano público quien leería el contenido de los documentos y los haría firmar por cada uno. Caminaba a uno y otro lado del escenario para que la tinta seca formalizara el hecho. Actuaban bajo la mirada vigilante de la colosal estatua de don José Artigas, padre de la patria uruguaya. Ese fue el más simbólico símbolo de muchos que matizaron ese día.

Empuñó entonces El Pepe el micrófono y, como en los mejores tiempos de la campaña electoral, empezó a filosofar sobre lo que sería y debería ser su programa de gobierno durante los cinco años en el poder que le quedaban por delante. Para él, el proceso político que se avecinaba sería como una serie de encuentros en los que unos llevarían los tornillos y otros llevarían las tuercas. Unos encuentros a los que todos debían concurrir con la actitud de quien está incompleto sin la participación de la otra parte. Llamaba a buscar el diálogo, no con los sumisos, los incondicionales y los mansos, sino con los que lo adversaran dentro de la lógica y la racionalidad. Cree el flamante presidente uruguayo que la idea de que las piezas sociales y políticas se complementen es lo que más se ajusta a la realidad de ese país.

Insistió en no querer un país que se luzca en las estadísticas de crecimiento económico sino un país que sea bueno de vivir para todos, no solo para una minoría. Como propuesta concreta, Pepe planteó barrer la indigencia y disminuir la pobreza en un cincuenta por ciento. Va a trabajar para elevar el presupuesto de educación y desarrollar un plan de impacto habitacional. Porque la educación es la respuesta para el futuro y la vivienda es la respuesta al presente.

En todas esas cosas cree y debemos creerle porque siempre ha puesto su propia carne en la parrilla cuando las llamas han estado más ardientes.

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