Cuestiones del paraíso

Cuestiones del paraíso

ANA ALMONTE
Tenemos la convicción de que la mayoría de los seres humanos habrá concebido alguna vez una fantasía relacionada con el infierno. En tal sentido no es raro que cualquier hijo de vecino conozca, gracias a las disímiles fuentes, lo relativo a ese término. Más, aborrecemos caer en la inmodestia al señalar que conocer el infierno particular de Malcolm Lowry, contenido en su novela «Bajo el volcan», publicada en 1947, es ardua tarea.

No obstante, este infierno, que en él se acicala, si se juzga en la inmediatez, tornaríase insuficiente cuando se cuenta con la alternativa de enjuiciar, paulatinamente, a una novela signada por lo fantasmal. En la persona de Lowry, no es, precisamente, asomo de asombro la tanda de pensares por los que andaría un borracho para construir una novela en la que tardó largos años rehaciendo borradores bajo la influencia del mezcal, sumido en una crisis existencial, según subrayan algunos traductores responsables de su biografía. No nos sorprende, dentro de su contexto social, que algún editor accediera su confianza en un manuscrito de tan densa estructura, pues para ello, creemos que todavía, no surgía un alma provista de sensibilidad, algo que no es nuevo en este tiempo figurativamente vanguardista. Lo que sí nos inquieta de Lowry y nos revuelve el estómago hasta el punto de sentir ansiedad, es la naturalidad con la que plasmó su propia vulnerabilidad para luego exhibirla como emblema dentro del mural que conforma la colectividad. Colectividad sarcástica, que intimida si la observamos desde un ángulo articulado por borrosos puntos, sombras.

En lo particular «Bajo el volcán» me despertó un sádico placer, gusto por verme y descubrir a mis semejantes debajo de esa piel susceptible y quejante que con disfraces embalsamamos hasta la in-saciedad. Y de ese cuero débil a causa de las tentaciones, surge como de la nada la invención del cómo existir y de alcanzar el paraíso subsistiendo en una corte banal, alimentada por sentimientos abominables y puros, y como regalo preciado de poner fin a los padecimientos: vivir o afligirnos. Desde luego que optar por afligirnos, desde el punto de vista de Lowry, da forma a esa naturaleza contradictoria e inconforme del hombre que nunca se halla bien, aún en su estado absoluto de apropiación.

Descubrir el infierno se convirtió en la razón del vivir de Lowry. Sin embargo, ¿cómo logra expandir su espacio luciférnico a otros planos, aconteceres del ciudadano generacional sin que el grado subjetivo de condicionar el pensamiento elimine su verdad? Propósito agraciado y envidiable del que hablamos en un principio al enfatizar lo temeroso, lo vulnerable que somos ante el peligro de extinguirnos mientras no parece agotarse la proliferación de la maldad.

Sin embargo, enfatiza Lowry, cada hecho o premonición negativa es una identidad partiendo de que cada quien pasa por altas y bajas, lo que supone la eterna relación del cielo y el infierno patentizada con el sufrimiento. Si debajo de la piel del volcán se configura una caverna llameante, que es la humanidad, hay que hoyarla subsionando residuos. Entonces nos preguntamos: ¿dónde está la gloria cuando muchas veces se ocultó bajo la convicción de no advertirla en un provisional sosiego? Para Lowry el sitio predilecto del humano es inorgánico. Está encumbrado por la inseguridad y una especie de insensibilidad en cuanto a lo que el semejante dice, hace o deja de hacer.

Ciertamente que su propuesta, en cuanto a rayar nuestros cueros extrayendo el dolor a través de un purgatorio descendente, tiene abrigo en los paradigmas con los que el hombre obliga al otro a seguir transitando en el entorno. Este tránsito en picada, alejado de herramientas, recursos que lo sujeten, lo promueve a su autodestrucción si no es capaz de asumir riesgos. Como consecuencia, la caverna llameante de la que habla en Bajo el volcán, seduce esa autodestrucción cuando está vinculada con la codicia de anhelar lo que un sistema, parodiado por líderes y servidores, oferta bajo la promesa de convertir el suelo en algo llevadero. Y acontece, que cuando creemos en ello decrecemos con el agravante de que somos optimistas si nos sentamos a contemplar la claridad. En tanto que para Lowry un día soleado es un chubasco de sobriedad. Fortuna que al máximo hay que asumir mientras disponemos de la flexibilidad o benevolencia para aprender a disculpar a los demás. Indulgencia que se admite dentro de las distintas categorías del razonamiento con la emulación de imágenes espectrales que castigarán al cuerpo si incurrimos en bajas acciones que en un momento dado no somos capaces de pulgar, según Lowry. Conciencia que dejaríamos de tener si no se está seguro que dentro del cerebro habitan distintas reacciones perturbables manifestadas en la conducta, una de ellas: escozor hacia otros, hacia nosotros.

Partiendo de los citados aspectos contenidos en Bajo el Volcán, cómo no entender o solidarizarse con la angustia por la que atravesó, quien entendía que la gloria se hallaba en el fondo, debajo, muy debajo. De hallarla tras el firme cielo sería, como lo fue para él: un camino de titanes, tal vez desprovisto de fin cuando existen detrás de nosotros ciertos caminos tortuosos.

Por lo tanto, Bajo el Volcán, amén de sus bien puestos accidentes, posee una amplificada contribución: abordar nuestras verdaderas formas de pensamiento exorcizando el miedo que impide llegar y, en su defecto, respirar mejor conociéndonos. Tal vez  el camino que conduce al cielo sea demasiado abismal para un simple carnal que pretenda controlar sus temores, con todo y eso habría que intentar llegar al paraíso partiendo de lo hondo sin la necesidad de redimir nuestras culpas muriendo.

De cualquier manera, ascender al paraíso podría resaltar frustrante si para ello tendríamos que hallar el infierno dentro de un mundo introspectivo. Digamos que no hace falta ser religiosos o convertirnos en protestantes eruditos para tal acceso, basta con aprender a gatear sobre ese terreno individual, mucoso, oscuro, que bordea nuestros esqueletos.

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