Cuestiones ópticas, para descansar

Cuestiones ópticas, para descansar

Estoy en Madrid, en un pequeño restaurante y mientras como unas truchas asadas que extrañamente no tienen guarnición, o sea, que se presentan solitarias en un plato alargado, tan desamparadas las pobres que me da tristeza y me apresuro a pedir que traigan urgentemente unos tomates y unas papas, pienso en algo que había leído varias veces y creí haber asimilado. Obviamente no era así, por la sorpresa que me causó descubrir que los demás no ven las cosas como las ve uno.

De repente me percato verdaderamente de que todo lo que veo está alterado por mi vista, antes aún de que mi cerebro modifique lo que recibe de acuerdo a las vivencias y mecanismos personalísimos.

Así, de golpe y porrazo me entero de que nada es como yo lo veo, Me pongo y me quito los espejuelos bifocales y miro con y sin ellos.
Enorme diferencia.

La muchacha lozana que está allí tiene patas de gallo madrugadoras y le asoman leves líneas de mal carácter a los lados de la boca.

El hombre del traje príncipe de gales no es el caballero apacible que yo veía sin mis espejuelos; es realmente un hombre tenso, con venas brotadas en el cuello, líneas ácidas en las sienes y en la frente. El traje no es tan nuevo como parecía, la camisa está ligeramente sucia, como usada muy seguido y con cautela. Bueno, no era el hombre pudiente que yo creí cuando lo vi sin mis espejuelos.

Se me ocurrió entonces que la sabiduría inconmensurable de Dios, por bondad, va haciendo que según pasan los años uno no vea tantos detalles que molestan la apreciación del conjunto, la visión del panorama. Hay un momento en que la belleza no resiste la extrema cercanía, la mirada escrutadora.

Los exquisitos impresos a todo color se vuelven una confusión de puntos defectuosos. La bella madera que luce gallardamente vetas artísticas –que son una enigmática caligrafía de la naturaleza– resulta que no es tan bella, lisa y perfecta como la vemos desde la distancia que borra las minucias.

La mirada examinadora nos muestra manchas en el supuestamente impecable mármol blanco de la escultura genial, nos deja ver las imperfecciones del Taj Mahal, las de la Basílica de San Pedro, las de niqueladas juntas de acero en un moderno rascacielos neoyorquino. Las obras maestras de la pintura pierden sentido y grandeza cuando uno quiere ver de ellas más de la cuenta.

Las cosas del humano son imprecisas. Parece que la vaguedad es el hábitat del hombre.

Los niños y los jovencitos cuyos ojos funcionan óptimamente, miran y no ven. No ven porque no fijan sus percepciones y hacen saltar la mirada de un sitio a otro con avidez, con la inquietud de atraparlo todo sin dilación.

Cuando el hombre logra capacidad analítica va perdiendo la capacidad de ver con precisión. Me parece –ya lo dije– que es un favor de Dios para que uno no se complique la vida más de la cuenta y para que tenga visiones más bonitas.
Por lo borrosas.

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