Cueva de las pesadillas

Cueva de las pesadillas

PEDRO GIL ITURBIDES
Si el Gobierno Dominicano se distinguiera por su interés conservacionista, se justificaba la campaña contra la Fundación Cueva de las Maravillas. Pero con el alcázar de Engombe destruido, las cuevas del Pomier en franco deterioro, los petroglifos de La Descubierta descuidados y muchos museos

perdidos, es inexplicable la intempestiva operación que se emprendió.

Escribo por un impulso de conciencia, pues al desestimar los concesionarios el contrato se aduce la irreversibilidad de este pedido. Pienso que esos concesionarios pudieron ser llamados, pues casi todos son personas decentes con las que puede dialogarse. Y pienso también que aquello de que la cesión no cumplió aspectos previstos por la Constitución pudo completarse ante la incapacidad de quienes efectuaron la cesión.

Pienso en la infraestructura de estilo republicano y victoriano que se pierde en Puerto Plata. La que abandonada y sin suerte fuera incendiada en Montecristi, junto a la que existente, cae a pedazos en aquella ciudad.

Pienso en el olvido en que tenemos a los bubíes de los cayos montecristeños y en las ruinas de los manglares.

Pienso en la pérdidas de documentos importantes para la historia de la República en el Archivo General de la Nación. O pienso en los casi nueve años que tiene este edificio en proceso de reconstrucción y ampliación.

Pienso en la destrucción de construcciones art deco en el Gascue de Santo Domingo, bajo el imperio del modernismo, pese a las leyes que pretendían proteger esas estructuras. Pienso en el alcázar del conquistador Juan Ponce de León, muchos de cuyos muebles, réplicas de su época, desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Pienso en el abandono de hoteles como el Montaña o el Nueva Suiza que podrían estar sirviendo a los viajeros.

Pienso en el deprimente estado de las instalaciones de La Barranquita en Santiago de los Caballeros, en tiempos de reclamos de infraestructura deportiva. Y en muchas otras obras a las que potenciales usuarios ni gobiernos cuidan, porque el mayor cuidado se tuvo en el pedido de las mismas y las comisiones concedidas. Pienso en los museos con exhibiciones deterioradas y en instalaciones concebidas para estar dotadas de aire acondicionado sin que éstos se encuentren funcionando.

Pienso en la incompetencia para rescatar las ruinas de Jacagua o las de La Vega Vieja, dejando que se pierdan los vestigios porque hay asuntos más importantes. Pienso en las carreteras afectadas por las lluvias de fines del pasado año, cuya reconstrucción tarda y se pospone en una suma interminable de pretextos. Pienso en el aeropuerto internacional La Isabela Joaquín Balaguer que se erigió contra la opinión de entendidos y que no acaba de ponerse a funcionar.

Pienso en el irreductible afán que nos domina de afectar al prójimo en vez de prohijar entendimientos. Pienso en el secular empeño de ver en todo cuanto se hizo ayer un entresijo de maldades, en vez de valorar las conveniencias y bondades que dejaremos atrás con nuestras conductas e irreverencias. Pienso en nuestra inveterada estulticia, en nuestros rencores y en nuestros odios. Pienso en la propensión casi atávica que nos induce al retroceso en vez asumir conductas que nos lleven al progreso.

Pienso, en pocas palabras, en el perro del hortelano. Con sus acciones logró que, al menos para quienes pretendían preservarlas y no más, las cuevas trocaran sus maravillas en pesadillas.

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