¡Cuidado!

¡Cuidado!

ANTONIO GIL
Lo que ocurrió con el presidente Lucio Gutiérrez en Ecuador parece que entusiasma a muchos grupos políticos que ahora están en la oposición en América Latina -–incluyendo en nuestro país–, los que comienzan a considerar que se puede promover lo mismo para deshacerse de los gobernantes. Este “fenómeno político” que se quiere presentar como un recurso moderno es, en mi apreciación, muy antiguo y ya antes se utilizó para entretener a las ignaras multitudes royendo el hueso, mientras en el traspatio un pequeño grupo –de criollos y sus socios extranjeros– se engulle la sabrosa masa de estas naciones. Ahora estamos, en realidad, retornando sobre el camino que ya transitamos.

Las consecuencias de aquellos proceso fueron el desmantelamiento de las instituciones que pueden impedir, a veces con muy poca eficiencia, que unos pocos se queden con todo, mientras se anula la capacidad de respuesta del grueso de las multitudes que son diezmadas y eliminados en estos “entusiasmos” sus elementos más valiosos y representativos.

Un Estado debilitado por luchas internas y los “escándalos” que entretienen a las multitudes facilitan el latrocinio de los recursos naturales y de todas las demás riquezas nacionales. La población se aísla de lo fundamental y pone sus ánimos en los puntos baladíes que le señalan los que estimulan las veleidades y desvíos.

Así, con cada asonada, nuestros países han perdido sus riquezas que ahora están en manos de otros y nuestras multitudes son cada vez más ignorantes porque con cada desorden se pierde la oportunidad de educarlas.

Tengo la impresión de que nadie toma en cuenta que en medio de estos “entusiasmos” los grandes capitales –locales y extranjeros–, las grandes multinacionales, siguen creciendo, mientras nuestros pueblos están cada vez más famélicos, pobres y desvalidos. ¿Es que nadie se detiene a pensar de dónde proviene el alimento que engorda a esos extraños?

Como ya ocurrió antes, ocurrirá con los que depusieron a Gutiérrez. Luego del gran entusiasmo vendrá la secuela de decepción.

Lo que resulta increíble es que aún con todos los fracasos sucesivos como los que hemos vivido insistamos en golpearnos otra vez con la misma piedra. Un viejo refrán advierte que “ni el burro golpea al aguijón”.

La caterva de los despropósitos hace cuatro décadas comenzó con el derrocamiento del brasileño Janio Cuadros. Cuando en septiembre– el noveno mes– de 1963 aquí depusieron a Juan Bosch, se habían acumulado nueve golpes de Estado – solo en ese año – en las 21 naciones de entonces en el Continente.

Basta con mirar en retrospectiva para percibir, sin necesidad de un detallado y profundo análisis, que lo que se pensó que sería la solución fue una maldición. La América hispana convulsionó por más de 20 años y vivió un desgarramiento que todavía no cura totalmente.

Recuerdo la madrugada en que sonó la estridente sirena del periódico La Tarde Dominicana, en local que fue de La Nación, a las cuatro de la madrugada del 25 de septiembre de 1963. Habían derrocado al gobierno. Desde hacía mucho tiempo se hablaba de golpes de Estado y la población estaba indiferente. A mi padre, que trajo la noticia, le comenté que habría una guerra civil, pero papá, como muchos otros, veía la población indiferente ante el suceso y descartó lo que sugería.

Nunca fui boschista, ni simpatizante del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), el partido de Bosch en aquel momento, pero me resultaba evidente que la destrucción de las instituciones trazaba un camino de violencia.

Salimos a las calles a protestar esa mañana. En un mimeógrafo del Partido Revolucionario Social Cristiano (PRSC) que llevé a casa apresurado antes de que fuera allanado el local partidario por los golpistas, se imprimieron los primeros comunicados contra el golpe de Estado esa misma mañana, incluyendo los de grupos de extrema izquierda.

En las calles, en los barrios pobres, únicamente algunos estudiantes protestábamos. Incluso muchos boschistas y perredeistas se ocultaron. En barrios cercanos al puente Duarte hasta nos apedrearon. La población despreciaba al gobierno.

Bosch, que había ganado con el doble de los votos de su oponente más cercano, mantuvo un estricto control del gasto y redujo la inversión pública. La población sintió llegarle el hambre  muy cerca. Cuando cayó, muchos pensaron que las cosas irían mejor sin él. Pero, al poco tiempo, la decepción sobrevino. El resto es historia que todos conocen.

Las heridas que produjo aquella acción insensata todavía no han cerrado y gran parte de la incapacidad de entendernos tienen sus raíces en aquel suceso.

Todos los pueblos han tenido y tienen dificultades, pero es en la capacidad de superar esto donde está la real condición humana, donde brilla la razón. Si la emprenden contra el aguijón, como en el pasado, hasta el burro se mofará de nosotros.

Recuerdo haber leído en mis años mozos, en la Historia de la Cultura del alemán Alfred Weber, que el presente es “el montón de fracasos del pasado” y que es apoyado en esos escombros que aprendemos a organizar el porvenir tratando de evitar repetir los errores.

La moraleja, evidentemente, es que el orden institucional debe ser sostenido, que aún en las peores vivencias es mejor que el desorden, que es mejor que el poder sin control concentrado en un pequeño grupo o que la dictadura de las turbas.

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