Señor Presidente, soy un hijo de este pueblo como los otros tantos que han enterrado sus ombligos en esta tierra de arena y de sol.
Sin embargo, vivo como hoja amarillenta y solitaria a punto de caer.
De cara al futuro, tengo muchas preguntas sin respuestas sobre el destino.
Subsisto en esta atmósfera por la pura gracia de Dios.
No tengo donde recostar mi cabeza y para el día de mi muerte, tampoco una tumba donde depositen mi cuerpo como los deslumbrantes mausoleos de apellidos afortunados.
Si mi enfermedad llega a ser grave y larga, ¿qué ocurrirá?
Eso no me deja dormir.
No tengo para honorarios de médicos ni los inalcanzables remedios.
No puedo pensar en pensión digna, en trabajo ni en mano amiga de nadie, pues aquí todo está copado.
Usted bien sabe que el Estado y el Gobierno son las comarcas de los compañeros y de los políticos de fuste y futa.
Estoy parado en este suelo pero no todos somos iguales.
Para mí todo está prohibido: pan, agua, ríos, montañas, tierras, clínicas, hospitales, educación, sueños y hasta el lugar de descanso final.
Dicen que usted es mi Presidente.
Eso no lo entiendo.
Yo no puedo verlo, tocarlo ni decirle cuánto estoy sufriendo y cuan asustado estoy de mí mañana, tan oscuro como las nieblas de las noches descobijadas de estrellas.
Escuché que usted anda haciendo muchas cosas.
Dios quiera que así sea; que mis nietos alcancen algo.
Mientras tanto, intentaré cruzar aquella calle con mis zapatos horados, el cuerpo cansado, el estómago transido, la mirada perdida y la ropa diluida.
Me cuidaré, pues sé que los deslamados ambiciosos pueden llevarme por delante.
Cuán difícil se ha tornado la existencia en estos sus dominios, señor Presidente.