Cultura del atropello

Cultura del atropello

PEDRO GIL ITURBIDES
Usted se encuentra en una fila de vehículos que avanza con lentitud. Lo agobia la presunción de que incumplirá un compromiso debido al imprevisto desenvolvimiento del tránsito. Llega entonces un individuo que sale fresquecito de una reunión, o de su casa, y penetra sobre la fila de los que  han invertido tiempo y angustias. Incapaz de un acto de cortesía, muestra en todo su vigor su prepotencia, insolencia y proclividad al atropello.

¿Qué perdería si toca ligeramente la bocina, o levanta una mano y hace una señal al conductor que tiene ante sí, para pedirle permiso? No perdería nada. Pero demostraría que es persona de educación doméstica y respeto, y estas son cualidades en decadencia en la República de nuestros tiempos. Por eso prefiere actuar como un troglodita, penetrando en posición de cuña sobre la fila de los que, con paciencia y calma, hicieron la fila. Y ¡ay de quien se atreva a cerrarle el paso! Lo primero es que levantará el dedo mayor de su mano derecha contra el cielo, recordando su incuria y falta de formación doméstica.

Y con ello, ¡cuán feliz se sentirá! Esa noche, a no dudarlo, dormirá con placidez, seguro de haber cumplido un deber cívico. Pero ¡cuán bajo está llegándose con estas demostraciones de desconsideración al prójimo! No lo  hemos descubierto aún, obnubilados como estamos por las pasiones desenfrenadas, pero estas conductas reflejan un estado latente de salvajismo indoblegable. Aunque no tan latente.

Todos vamos perdiendo los estribos en forma paulatina. Tan alejados nos hallamos de las normas civilizadas que pocos responden con expresiones de gratitud a las formas corteses. Se supone que usted está obligado a ceder, siempre a ceder, porque sólo yo y únicamente yo tengo primacías. Pero este  desenfreno lace daño a unos y otros. Porque tanto el que se comporta como un energúmeno como aquél que contempla la irracional conducta, son pasibles de alteraciones emocionales que afectan la vida. En adición al hecho de que un día, mostrando esta faceta de hombre de las cavernas, podemos topetarnos con alguien que vivió en la selva mucho antes que nosotros.

Tengo seguridad de que sin el adecuado acicate es difícil retornar a los tiempos en que la gente se comportaba como un ser civilizado.

Espoleados por las bajezas en las que nos regodeamos, sentimos la satisfacción de quien se ha tornado troglodita. Taras ancestrales nos impulsan a este sentimiento, puesto que nadie nos recuerda que la civilización tiene aspectos humanos diferentes. Las liviandades triunfan en muchos otros escenarios, y por consiguiente, el goce no se halla más en lo elevado, sino en lo rastrero.

Por ello, tal vez, sea necesario un nuevo enfoque sobre la vida en el país.

Para que la caída no provoque mayores males que aquellos que se sufren por gestos como los que nos llevan a clamar por un dominicano civilizado, que olvide la cultura del atropello.

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