Cultura del impacto

Cultura del impacto

La vida colectiva de hoy parece más inclinada al efecto consternador, al susto, al asombro, que a la sosegada visión de lo real. Sucede así, por ejemplo, sobre todo en el ambiente subdesarrollado que tiende a llevar la emoción a flor de ánimo como el romanticismo “lleva la lágrima”, recordando el lenguaje orteguiano.

Quizás en ello radique la tendencia al impacto que se nota primordialmente en cierta publicidad. De modo que las cosas no atraen por causa de su contenido real sino como resultado de su apariencia. Lo exagerado llama la atención y penetra fácil y efectivamente en la interioridad de las personas y sus grupos, que lo normal. Como si se dijese que hay que descartar lo normal cuando de promoción se trata.

James Vicary crea el sistema publicitario subliminal en New Jersey hacia mediados de siglo, la misma época en que Brigitte Bardot se apodera de la atención cinematográfica con éxito sin igual. Peor ningún intento particular puede juzgarse responsable del fenómeno cuya raíz es más profunda. Mas bien son consecuencias, no causas, las que recordamos ahora y que envuelven un amplio radio de actividades y aspectos en la actual actividad pública.

Marshall McLuhan decía que mientras a finales de siglo pasado vivíamos en una sociedad “movies” (cine), más tarde vivíamos en una sociedad “TV”. Por qué no aseverar que en el momento de ahora estamos rodeados por un ambiente social Internet. Ellos conducen al predominio de lo visual por una parte y al imperativo del click-rapidez que muchos critican – por la otra. Lo que impacta no se halla distante de todo esto. Hay lazos familiares entre los diversos factores indicados.

Precisamos, sin embargo, a nivel científico, analizarlo en forma más reflexiva, más honda, más sincera, para beneficio social. El mal uso que se tiende a dar a los indicados inventos se acentúa con el deterioro del valor. Si usted deja de amar la tranquilidad y el detalle se refugia fácilmente en el impacto. Y hasta simpatiza con ello. La aceleración agresiva complace más a quien no estima útil la calma, para llegar corriendo a las cosas sin atravesar antes un proceso gradual. La normalidad ha llegado a ser “un mito” más fuerte que la riqueza y el placer inmediatos.

Es curioso ver cómo al individuo impreparado es a quien más complace el impacto. Le produce un encanto tal que practica su culto con satisfacción y esmero casi adictivo. Para un psicólogo podría deberse a que le sirve de pantalla para esconder su incapacidad. Un psiquiatra podría estimarlo como un trauma: el temor a la claridad objetiva lo obliga a esconderse detrás del bullicio fonográfico. La vellonera no funcionó nunca en torno a la universidad o el templo. Fue con frecuencia compañera del vicio y adlátere de la violencia.

Aunque demasiado sutil para suavizarlo con leyes ambientales, de que se comporta con la misma conducta que ciertos elementos de contaminación, aunque viste un ropaje halagador y estético. Sólo el área sutil del criterio jurídico puede morigerarlo, a juzgar por el éxito frecuente de su empleo entre jóvenes y viejos. En el lenguaje del impacto se puede percibir un diálogo silencioso. Su ausencia de franqueza busca evitar choques frontales contra la sociedad.

Además, nadie puede alegar derecho a oponerse a lo que ha creado. La propia falta no puede ser el motivo de un alegato constructivo. Lo primero que desaparecía de la historia del mundo es la palabra “valor” si de repente la excluyésemos como parámetro sociológico. El estilo de actuar que hoy comentamos no es sino parte de la estela que deja en este tiempo el desmoronamiento del valor.

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