¿Cultura o fábrica de melómanos e ineptos?

¿Cultura o fábrica de melómanos e ineptos?

Los chilenos solían bromear acerca de los argentinos. Decían que les gustaba mucho el tango, porque en cada tango había un argentino padeciendo. Cierto que los tangos son a menudo excelentes composiciones  musicales y poéticas. Incluso hay tangos sociológicos, como decía Baltera,  compañero en la Católica de Chile, refiriéndose a “Cambalache”, premonitorio y filosófico: “…pero este siglo veinte/ es un despliegue/ de maldad insolente…”

Con demasiada frecuencia, el tango viene a ser una especie de fábrica de lágrimas. Que, por cierto, tiene  poco eco en las presentes generaciones, porque nada tiene que ver con sus problemas actuales. El tango es un producto de una ciudad con enorme contingente de migrantes europeos, principalmente italianos, hombres solos, solteros, obligados a idealizar a la “pebeta”, la muchacha del barrio que, asediada por los tantos hombres, se promiscuaba;  y a añorar la madrecita buena, abandonada en una aldea sorrentina, correntina o pampera.

De ahí se alimentó una gran industria de cine que propulsó la imagen de “la capital de un imperio que nunca se realizó”, como escribió Malraux, (lo que explica en buena parte ese ego tan ponderado de sí mismo).

Y muchos crecieron en tango, como decía  Julio Sosa, pero no porque el tango fuese macho, sino por ser la toallita de sonarse narices y secarse lágrimas. Otros crecieron en boleros, con los grandes compositores e intérpretes cubanos y mexicanos, mientras los más humildes se desgarraban el alma frente a las velloneras con Juan Charrasqueado, La Calandria, El Rey y otros lloriqueos de machos emocionalmente quebrados.

Y esa fue, por muchos años, la honorable raíz de gran parte de “nuestra” cultura musical.

No recuerdo de ningún otro país, excepto el nuestro, en el cual tantas personas se pasen el día con una radio (cientos de emisoras) sonando desaforadamente, melifluas y, a menudo, atorrantes canciones en las que se idolatra o se destruye la figura de una pobre mujer, tanto o más espiritualmente confundida que su pretendiente. Ese componente de nuestra cultura de clase media y popular  es afín con una cultura urbana, cuyo valor como elemento de socialización, de catarsis y de esparcimiento del alma de los dominicanos,  debe ser estudiada con mayor sobriedad.

No precisamente por bohemios ni dandis; sino por psiquiatras y psicólogos sociales, entre otros. Una sociedad de melindrosos sentimentales, no puede producir hombres de “templado heroísmo viril” (Emilio Prud’homme), por más promoción que se le haga a su malentendido y malhadado machismo. Nuestra nación necesita de hombres sensatos y enérgicos, equilibrados y sobrios. La cultura hay que revisarla, pues mala cosa es tratarla como si esta fuese un ídolo o un fetiche, tan solo porque lejanos ancestros trajesen ritmos y  tambores, conjuros y mixturas de África y Europa.

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