En este momento se discute un anteproyecto de ley orgánica del Ministerio de Cultura. Ese anteproyecto está concebido para modificar, reformar o “refinar”, la Ley 41-00, del año 2000. En todos los países los organismos oficiales de cultura se sienten autorizados a reglamentar hasta el folklore, esto es, las manifestaciones culturales espontáneas de los grupos más pobres de la sociedad. Es claro que el Estado, como instrumento de coerción gubernamental, puede fomentar la cultura, protegerla o estimularla, de diversos modos; pero el poder público -como se ha visto en el curso de la historia- no puede prever a Aristóteles, a Leonardo, Copérnico, Newton o Einstein. Estos nombres deberían servir de medicina generadora de humildad burocrática.
En el campo de la música o de la literatura sucede lo mismo. Las universidades pueden graduar a un estudiante de doctor en letras; pero es imposible graduarlo de Cervantes o de Shakespeare. Ningún faraón, rey, presidente o ministro, tiene el poder de “fabricar” un Mozart, aunque todos puedan crear escuelas de formación musical o exonerar de impuestos los violines y los pianos; o promover conciertos en las plazas públicas. Los reglamentos para la enseñanza de carreras profesionales son obligatorios, porque se refieren al saber establecido, a lo que ya está “escolarizado”. La cultura, en general, es una energía creciente, que se desarrolla con o sin el concurso de los poderes públicos y, a menudo, contra la opinión pública y los gobernantes.
La protección de los “bienes culturales” de un país es inexcusable; y debe ser una función del Estado. La palabra cultura entraña conceptos muy amplios.
La cultura incluye la ciencia, el pensamiento filosófico, el arte pictórico, las técnicas industriales, la cinematografía, el teatro, las matemáticas, la danza, la música y las fiestas populares del folklore nacional. La contribución del refranero al lenguaje general es permanente.
Una buena “ley de cultura” ha de ser omniabarcante; y a la vez, eludir rigideces dogmáticas y limitaciones conceptuales.
Debe estar abierta a la creatividad inagotable del ser humano, para no caer en la aberración de la “cultura dirigida”, como ocurrió en los regímenes fascistas y comunistas. Es imprescindible, pues, contar con la “humildad” del legislador. No hacemos la cultura; dificultosamente la administramos.