La ciencia, propiamente, no existe. No es una cosa, como lo es una estatua, un árbol; tampoco es una entidad social o legal definida, como un tribunal, un organismo social. A ese error o hábito intelectual se le llama cosificación (reificación). Existen, eso sí, individuos y grupos que tienen muy diferentes redes sociales, a veces algo aislados, cuyo trabajo consiste en producir conocimientos, a partir de métodos de observación y reglas de inferencia, que depuran y organizan en informes, monografías, tratados y otros documentos.
Estos trabajos, con muchos más aciertos que desaciertos, son divulgados por académicos, educadores, editores y escritores; y luego son aplicados por tecnólogos y profesionales de la medicina, las ingenierías (civil, industrial, química ), quienes combinan los hallazgos científicos con sus propias habilidades, según los instrumentos y condiciones a su alcance.
Antes de Cristo, el espiritualismo griego ya había sido derrotado por los filósofos. Cuando el cristianismo se instaló en Roma, la humanidad pudo fusionar, como lo había hecho el judaísmo, lo espiritual y lo racional. Siglos después, el Renacimiento revivió el viejo conflicto entre creyentes y no creyentes, es decir, entre el espíritu racionalista de Grecia, y el pensamiento judeocristiano. Desde entonces, la ciencia y la religión se divorciaron, y las cosas naturales y las espirituales, se convirtieron, como diría antropólogo Castañeda, en dos realidades separadas.
Recientemente, cientistas y teólogos cristianos, llaman la atención sobre esa esquizofrenia exclusiva del pensamiento y la cultura occidental (Murphy). Cualquiera otra cultura trata las cosas naturales y espirituales como una sola realidad. Nuestros especialistas saben cada vez más de cada vez menos cosas. Pero también se debe a la rebeldía humana (Camus) y al simple orgullo y carnalidad del hombre, incluidos los científicos.
Ese vacío o barrera (de conocimiento) ha llevado a personas educadas a refugiarse en el budismo y la Nueva Era, que no separan lo espiritual de lo nuclear. Ese enfoque no es en absoluto ajeno al cristianismo, por más que la iglesia, atemorizada, rechazara durante siglos el pensamiento científico. Actualmente, muchos profesionales e intelectuales se sienten ridículos al hablar de sus creencias espirituales y cristianas. Nuestra esquizofrenia cultural explica que personas ilustradas lean el horóscopo y consulten adivinos secretamente. En Europa miles de astrólogos, espiritistas y adivinos pagan impuestos.
Los esposos Reagan se aficionaban a estas cosas. Balaguer y otros políticos han consultado brujos sanjuaneros e importados. Para las masas analfabetas que creen abiertamente, lo importante es tener un Dios más poderoso que los espíritus malignos, o una virgencita que los controle. De ahí el éxito de pentecostales y carismáticos, con su énfasis en la lucha espiritual (Ed Murphy).
Es lamentable. Porque no hay una actitud más ajena a la ciencia que el negar de antemano, sin comprobación alguna, la existencia de muchísimos fenómenos que una particular manera de ver las cosas o método, no alcanza a comprender o manejar adecuadamente. Al tiempo que tanto los hacedores de ciencia como los ciudadanos más informados están padeciendo de esquizofrenia crónica y tóxica.