Durante las tres oleadas de invasiones que se produjeron en Jerusalén, Israel quedó en ruina y en una devastación penosa.
Nehemías fue uno de los judíos que nunca dejó de soñar con un cambio en su nación.
Desde la humilde posición de copero que ocupaba en el reinado de Persia, logró que el rey Artajerjes emitiera el edicto que permitió a todos israelitas que quisieran volver a su tierra.
Grande fue su tristeza y dolor al ver cómo las viejas murallas de la ciudad de David habían sido derribadas y las puertas de entrada y salida convertidas en cenizas.
Los escombros y las malezas estaban por doquier. Sin embargo, con el puñado de hombre que le acompañó en su regreso y con una visión bien definida, Nehemías preparó a su gente para que asumieran con empeño la tarea de sacar a su nación del abandono.
En esto él usó varias estrategias que evidenciaron su enorme capacidad de líder. Hizo que la gente ubicara el lugar donde vivió anteriormente o en donde establecerían su nuevo hogar. Fue entonces como cada uno se empeñó en levantar y reparar el tramo del muro que le correspondía. Lo hacían por familias.
Con el tiempo lo que vino a ocurrir fue que cada jefe de hogar junto a los suyos unió su parte con la de su vecino y hermano hasta que, finalmente, la obra, al ser ensamblada, terminó siendo algo extraordinario.
Fue un método sencillo que indica cómo se puede organizar una comunidad y una nación.
Un simple ejemplo es que si cada vecino limpia su frente, pronto la ciudad entera lucirá radiante.
Sencillamente, la clave es cada quien hacer lo suyo, aportar su granito de arena en pro del desarrollo y avance del pueblo.