Cumplir y hacer cumplir la ley

<p>Cumplir y hacer cumplir la ley</p>

PAULO HERRERA MALUF
Es lo que se espera de las instituciones públicas. No más de ahí, pero tampoco menos.  Cada una en su ámbito, que cumplan la ley y que la hagan cumplir. Se dice fácil, pero la experiencia demuestra que – al menos en países como el nuestro – el cumplimiento de cualquier ley dista de ser algo automático.  De hecho, la observancia de la ley es, penosamente, más una excepción que una rutina en la República Dominicana.

Esta triste realidad se da incluso en aquellas instituciones que existen únicamente para dar seguimiento a una normativa en particular.  Y sucede aún cuando a estas entidades se le asignen bastantes recursos del erario para cumplir su misión.

Las razones son variadas, si bien archiconocidas.  Ciertamente, la legalidad y la institucionalidad deben construirse enfrentando – entre otros males – a la ausencia de transparencia, a la complacencia política y a la falta de carácter de oficiales y funcionarios. 

Un ejemplo perfecto de mediocridad institucional en estos últimos años lo ha constituido la Junta Central Electoral.  La Junta existe para hacer cumplir la ley electoral, y ha estado dotada de recursos y facultades más que suficientes para ello.  Sin embargo, en el mejor de los casos, la ley electoral se cumple sólo a medias, y la labor de los últimos tribunales electorales se ha visto empañada por los tres jinetes antes mencionados: poca o ninguna transparencia, posturas comprometidas por el cálculo político-partidista y debilidad de carácter.

¿Qué podemos esperar de la actual Junta Central Electoral?  ¿Superará a sus predecesoras en cuanto al cumplimiento de la ley electoral?  ¿O, por el contrario, terminará sucumbiendo bajo el peso de los vicios institucionales usuales?   

Interpretemos los hechos y veamos cómo se perfila el panorama.  En cuanto a la transparencia, ya hemos establecido en un artículo anterior la importancia de este elemento.  También establecimos que las señales que ha enviado esta Junta han sido, por decir lo menos, contradictorias.  Los pronunciamientos han sido correctos, pero esa es la parte fácil.  Las acciones, en la práctica, no han demostrado un compromiso decidido con la transparencia y el buen gobierno, especialmente con lo que tiene que ver con la aclaración de todo lo relativo al contrato SOMO-JCE. 

En resumen y hasta prueba en contrario, en cuanto a transparencia, esta Junta no se proyecta mejor que sus antecesoras inmediatas.

¿Y qué decir de la capacidad del tribunal de elecciones de colocarse por encima de los intereses de los actores políticos que debe someter al reglamento electoral?  No hay que decir que este elemento es esencial para el éxito de cualquier Junta Central Electoral.

Pues bien, las perspectivas no lucen prometedoras.  El hecho de que un operador político haya sido nombrado presidente de la Cámara Administrativa – posición que permite controlar las operaciones del órgano electoral – no funciona a favor de mejorar la confiabilidad política de la Junta.  Habrá que ver qué sucede en la práctica, pero, desde el punto de vista estructural, la gobernabilidad no parece óptima. 

El tercer elemento, el carácter, hace falta porque sin él es imposible hacer que la ley se cumpla.  Aunque la ley esté escrita y todo el mundo la conozca, sin un organismo rector que imponga respeto nadie, absolutamente nadie, la cumplirá.  Después de todo, la ley está supuesta a colocar el interés colectivo por encima de los intereses particulares y esto no puede hacerse sin tensión y sin cierta dosis de conflicto.  Y para conseguir cualquier propósito en condiciones de tensión y conflicto se requiere carácter.  Y mucho.

¿Tiene esta Junta el coraje para imponer, ni más ni menos, el cumplimiento de la ley electoral? 

No lo sabemos, pero le sobran oportunidades inmediatas de demostrar que lo tiene.  La inobservancia de la ley electoral es rampante en todo el país, y hasta la fecha, la Junta se ha comportado como un espectador más.  A diecisiete meses de las elecciones y a la vista de todo el mundo; ciudades, carreteras y estadios están copados de propaganda proselitista de varios partidos sin que el tribunal electoral, facultado para evitar esta ilegalidad, se dé siquiera por enterado.  Los medios de comunicación están invadidos de publicidad gubernamental claramente electoralista, con el consiguiente derroche de recursos públicos, sin la más mínima reacción por parte de la autoridad electoral.
p.herrera@coach.com.do

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