El descarrilamiento de la actividad partidaria guarda una fatal asociación con las reglas del clientelismo. Todo actor público, tanto en la esfera gubernamental como en la jurisdicción opositora, tiende a conceder espacios de tolerancia frente al vendaval de urgencias que caracterizan el mercado de la política.
Sin banderas programáticas que nos distancien, el activismo se transforma en una díscola carrera por alcanzar la victoria, en el interés de encontrar la oportunidad de oro para el ascenso económico. Aunque no nos percatemos, las modificaciones en el andamiaje legal del aparato estatal dificultan y/o te conducen por la vereda de procesos sancionadores que, por fortuna, cada día restringen la creatividad delictiva de la casta politiquera.
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La forma en que se concibe al funcionario es material de siquiatría: muy lejana de una auténtica vocación de servicio, se le presume como distribuidor de ventajas, casi siempre de carácter monetario, mientras que el receptor actúa bajo la convicción de que la labor en tiempos de campaña otorga derecho a una retribución que no guarda relación con el cuidado ético y los parámetros de transparencia. Lo cierto es que un político químicamente puro debe articular las ideas esenciales para transformar la sociedad y, en ese orden, la dosis de pragmatismo que lo perfila de un “dador” habilita la cualquierización del modelo partidario, resquebrajando la calidad de la democracia.
Los porcentajes de desilusión ciudadana en lo que respecta al comportamiento de la clase política tienen su ancla en la versatilidad exhibida por las élites partidarias en acumular olímpicamente sin contribuir sustancialmente a la mejoría institucional de la nación. Excepciones existen, afortunadamente. Eso sí, un comportamiento comprometido con los verdaderos cambios choca con la lógica del político dador, lamentablemente confundida muchas veces con el sentido de solidaridad. Y es que, en los inexplicables laberintos del activismo, la fatal confusión entre asistencialista y solidario confunde el gesto de cercanía o fraternidad con la expectativa de que los fondos públicos o bolsillos privados respondan al insaciable apetito de un segmento de la clientela, distante de los propósitos del bien común y orientada, más bien, por el lucro personal.
Nadie pretendiendo ser “dador” alcanza la gloria política y el respeto de los ciudadanos. ¿Por qué insisten en hacer lo contrario?