A Héctor Rodríguez, ciudadano de Bayaguana, lector de mi humilde prosa…
A las dos de la madrugada, cuando ya Ulises el Rojo se había marchado, y los paleros de San Juan bajaban el ritmo de sus atabales milenarios, entre somnolencia, cansancio y alcohol, Damaso Fortuna cortó una ramita de café, y apuntó hacia las montañas de Monte Plata.
Libre de la vigilancia de Ulises el Rojo, el comandante Fortuna, buscó una historia añeja de sus días de vida militar en la Guardia de Mon, en la lontananza de esas tinieblas de las noches campesinas.
Damaso contó su historia, porque ya Ulises el Rojo no estaba ¿cómo podía el fuñío Rojo impedir que siguiera por el sendero de la fértil imaginación que lo había acompañado por media centuria y cuatro lustros? ¿Desde aquella noche, en el rezo del difunto Camilo, cuando Ulises el Rojo le dijo que él era un jablador, Damaso Fortuna había jurado no contar otra historia más.
Y eso era grave. Ulises el Rojo lo acosaba, lo vigilaba, lo maltrataba, pero el buen cristiano de las islas inglesas estaba poseído de la paciencia de Job.
Mi, esperando y esperando, hasta qui ese tal Ulises saliendo de aquí… Damaso Fortuna, pudiendo durar toda una noche en una fiesta de atabales.
¿Cómo ese cocolo va a decir que era guardia de mi país?. Eso le dolía a Ulises, a quien más tarde lo traicionó el sueño, y ahora Damaso estaba libre: Usted ganó Fortuna, pero no quiero que mañana me digan que habló usted uno de sus embustes.
Con su sombrero de guardia rural, su camisa de verde olivo, ya casi buscando el amarillo, Damaso Fortuna tocó el clarín de la batalla y la concurrencia saltó de alegría. Por esos días mucha gente llegó a odiar a Ulises el Rojo.
Tú viendo ese montaña qui allá, muy lejos… tú no viendo bien porque luna no brillando mucho.
Entonces, Fortuna contó que esa montaña le recordaba una hazaña, una táctica militar usada en los días en que se le encomendó la misión más peligrosa que se le pueda encomendar a un cristiano vestido de gendarme.
Mi siendo sargento en la era de Horacio Vásquez… Oye ese, en la época de Horacio Vásquez… entonces me diciendo el teniento hace falta un hombre de verdad, un gran militar, pa` una misión peligrosa. ¿Usted sabe quien siendo ese? ¿Usted no adivinando?.
Ese siendo Damaso Fortuna, el mismo cristiano que Dios esperando en la gloria.
La misión se trataba del traslado de un prisionero desde Montecristi a Dajabón, donde habían montañas parecidas a las que el veterano Fortuna señalaba con la ramita de café. Era el prisionero, según Fortuna, un hombre bastante peligroso, que tenía oraciones y podía convertirse en toro para evadir la ley.
En el camino a Dajabón el hombre se le convirtió en un caimán cuando iban cruzando un río.
Mi escuchando el consejo de un compadre qui me diciendo, cuando usted llevando un preso peligro, usted poniendo una cruz en la bala.
Cuando el gallo pinto entonó su canto madrugador en la copa de un árbol ya los paleros estaban totalmente dormido y los atabales descansaban en la enramada de Viejo Flores.
Entonces Damaso subió su voz estentórea que perturbó la paz de los músicos en aquella velada consuetudinaria: ¡Mi siendo un veterano de verdad, carajo!
Mi disparando al caimán, y esa bala va partiendo huisito por huesito, cruck, cruck, cruck… El río llenando de sangre, y de una vez el caimán volviendo un hombre, con una pierna herida… y yo diciendo tú va a escapa a otro guardia, pero no a Damaso Fortuna…
Los ojos de Damaso Fortuna brillaban en la oscuridad, mientras tomaba un sorbito de café en un jarro tiznado, satisfecho de haber cautivado la concurrencia. En ese instante alguien echó un grito. !Cuidado Fortuna, una culebra, Fortuna…!
En la oscuridad se pudo ver a un valiente veterano de la Guardia de Mon, lleno de pánico, tratando de librarse, sombrero en mano, de una culebrita sabanera.