Danilo y la tradición autoritaria

Danilo y la tradición autoritaria

Danilo Medina es ahora “un ángel menos dos alas”, pero su candidatura tiene un significado favorable a la derrota del signo del autoritarismo que ha cabalgado en la historia dominicana.

Sobrevivió a la embestida del Príncipe (“Me derrotó el Estado”), su presencia ayudó a desarmar la ambición que se seducía a sí misma creyéndose portadora de un “destino” (“Leonel no se pertenece”), dio pie a la no continuación de la figura del iluminado escamoteándose en el “alter ego”(“Margarita/ ¿está linda la mar?”),  y dejó frisado al vicepresidente títere perdido en los vericuetos de la lisonja (“¿Después del uno, no va el dos”?).

El caso es  que la candidatura ya imparable de Danilo Medina le debe causar una amargura  inenarrable a Leonel Fernández, porque según el mesianismo de que está embargado, es sólo su figura la que podría desterrar un porvenir incierto (Pero, ¿todo porvenir no es incierto?).  La pasión por el poder ha sido entre nosotros un poco brutal o un poco ciega. Por eso esta candidatura tiene también la lectura de ser una derrota del autoritarismo implícito, que hace de la circunstancia del manejo del aparato del Estado, pequeños dioses de hombres y mujeres que nos dejan a menudo insatisfechos.

El autoritarismo implícito tiene una posición incómoda, porque pese a que edifica una verdad circular que se repite una y otra vez en la historia de este país, requiere de la ilusoria simulación de ser, en un mismo gesto, la apertura democrática por la que hemos luchado a partir de 1961; y la cerrazón del providencialismo que alcanza el Olimpo de una humanidad superior justamente revolcándose en los zarzales del poder terrenal. Ese es el juego “democrático” con el cual Leonel Fernández reventó a Danilo Medina, valiéndose de la legitimación de la larga imposición histórica del autoritarismo, que nos hace ver como naturales todos los desafueros del poder.   Sin saberlo, Danilo Medina ha aportado  una derrota de significación a esa modalidad de autoritarismo implícito, frustrando todos los  planes que el continuismo desplegó para impedir que su candidatura triunfara hacia dentro del PLD.

La sumatoria de los años de poder que compendian Pedro Santana, Buenaventura  Báez, Ulises Heureaux , Mon Cáceres, Trujillo y Balaguer, es la zapata de poco más de dos tercios de la vida republicana, hundida bajo el signo del autoritarismo. Y si sumamos gobiernos de menor duración como los de Cesáreo Guillermo, Eladio Victoria, Ramón Bordas Valdez, Ignacio María González,  y muchos otros,  nos daremos cuenta que este país no conoce otro signo que no sea  el del autoritarismo, marco inefable que planea siempre sobre toda gestión de Estado.

Tantos años de vida autoritaria son flagrantemente una violencia empotrada en la personalidad nacional, en la que se eternizan los gestos del príncipe con el único fin de justificar el disfrute desaforado del poder, y se magnifica la hora, y se accede al lujo del “sacrificio”, porque a pesar de su carácter prestigioso, ellos, los iluminados, se “sacrifican” por el poder. ¿Quién no recuerda a Joaquín Balaguer, ciego, trastabillando al caminar, cercado por el peso de los años, y los letreros que promovían su ambición desmedida proclamando: “!Aprovechemos su sacrificio!”.

Creo que a  Danilo Medina tenemos que agradecerle que le haya amargado  el semblante al Príncipe, en el frío lánguido de las madrugadas.  Porque,  aun sin proponérselo, quien se sueña providencial en el poder,  recupera toda la tradición autoritaria que ha desordenado este país. A mí no me gusta el orfeón de corruptos que lo rodea, aunque él mismo sea ahora “un ángel, menos dos alas”; pero su candidatura se puede leer, también, como la derrota de un ego inflado, que nos quiso hacer creer que el destino ha predeterminado en él un resultado de la historia.    

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