Darío Meléndez – Ah, democracia; oh, libertad

Darío Meléndez – Ah, democracia; oh, libertad

De ser cierto que el ciudadano ejerce algún poder con su voto en las urnas, a no ser propiciar un simple cambio de caras en el tren gubernamental, ese poder fuera perenne no momentáneo, actualmente sólo se ejerce una vez cada cuatro años y es dirigido, no espontáneo. Ejercer poder por sólo un día no significa nada, el disfrute de los derechos precisa de permanente control sobre las funciones delegadas.

La responsabilidad no se delega. Es por ello que la democracia representativa es un fiasco, los pueblos que creen en ella se frustran. En los regímenes modernos, al igual que en las satrapías persas, al individuo no se le permite disfrutar de libertad, en las urnas se le despoja del derecho a la libre determinación, entrega sus prerrogativas a un funcionario o representante que se vale de ellas para disfrute personal y de allegados, las únicas oportunidades que el votante tiene para desautorizarle son nuevas elecciones, lejanas y aleatorias, sólo permiten cambiar de caras, sin que sirvan para recuperar ni ejercer el poder declinado.

Al ciudadano, sometido a restrictivas reglas o leyes estatales, innecesarias y coercitivas, se le mantiene permanentemente al acecho y control gubernamental, mediante el ojo vigilante del «Hermano Mayor» que describiera George Orwel en su obra «1984». En el mundo moderno y tecnificado, al igual que en la antigüedad, la libertad sigue siendo una ilusión.

Esclavo del Estado, al ciudadano no le está permitido aprovechar a plenitud las oportunidades y forjar su destino con los bienes que la naturaleza otorga, el poder gubernamental le despoja de la mayor parte de su producción, para provecho de los elegidos y no existe forma alguna, en la democracia representativa, para evitar que quienes gobiernan se aprovechen del poder estatal. El interés se enquista en el tesoro estatal, pues como afirman los elegidos, el poder se gana para ejercerlo y disfrutarlo.

El gobierno en vez de liberar esclaviza, en vez de propiciar bienestar lo impide. La política endiosa demagogos que se enaltecen en la diatriba, congregan turbas temidas por quienes algo logran obtener con su trabajo, invitando a la miseria colectiva. Su amplio poder se consagra en las urnas.

El decidido apoyo de una opinión pública predispuesta al estatismo, a menudo maleada y venal, bendice y consagra toda coacción gubernamental, soslaya el derecho natural que asiste al ser humano desde la cuna, derecho que demanda producir e intercambiar, libremente con sus semejantes, los bienes y habilidades que cada quien obtiene y desarrolla con su esfuerzo.

Ciudadanos europeos, asiáticos y norteamericanos, así como, de las demás naciones modernas y desarrolladas, emigran hacia países menos restringidos, en procura de la libertad que no tienen en su tierra, para tropezar con la actitud oficialista de arrogantes funcionarios, endiosados por un sistema coercitivo que se impone, desplazando el derecho natural a la propia responsabilidad y libre iniciativa.

El ser humano es un peón del ajedrez gubernamental, peón que se coloca donde y cuando precisa el platónico interés del Estado, sin tener en cuenta para nada el deseo, la voluntad, la vida y el destino del individuo, al cual se le induce a elegir mandatarios predispuestos a la coacción, dándoles poder tan amplio e irrestricto como conviene al régimen. Sin retener voluntad alguna para actuar, ni medio alguno para pedir cuenta de la gestión ejercida por quien gobierna, al ciudadano se le somete a la voluntad de un régimen opresor, con ilimitado poder para que multitud de personas, extraídas de sus hogares, arrancadas del seno de sus familias y trasladadas a tierras extrañas, obligadas a sangre y fuego, usurpen bienes y servicios ajenos, se enfrenten a legítimos dueños, destruyan propiedades y masacren vidas, porque así lo requiere y dispone el régimen que manda y ordena, sin que el individuo nada tenga que objetar ni decidir, mucho menos oponerse.

A eso se le llama libertad.

El individuo dueño de su vida, libre del dogal estadista, tutor de su destino y bienes propios, capaz de desarrollar el talento natural con que cuenta, sin que régimen alguno controle y dirija su inocua y creadora iniciativa, constituye el ser por excelencia que la humanidad requiere para su armónica coexistencia. La benéfica disposición individual, el deseo de colaborar productivamente en armonía y paz con sus semejantes, no ha de estar supeditada al ojo escrutador de un «Hermano Mayor», un Estado dueño y señor de todo lo creado, con omnímodo poder en manos de astutos demagogos.

Un mundo estable y equilibrado precisa de libertad para convivir en paz sin el permanente acecho del Estado.

Sólo una vez se vive, la vida no repite, no reencarna ni vuelve a surgir, en ese sólo y único ciclo de existencia que se tiene al nacer, solamente en él se puede actuar y hacer lo que se desea y propicia.

La oportunidad de existir no repite, la vida es sólo una y sin libertad no vale la pena vivirla. Ese permanente control estatal sobre el ser humano, arteramente despojado en las urnas del fuero ciudadano, amarga la existencia y destruye el entusiasmo que ha de hacer de la civilización un laboratorio de bienestar, donde se combinen ideas y esfuerzos, recursos y voluntades para convivir y disfrutar los valiosos dones que la naturaleza ofrece. El controlador y coercitivo Estado no permite que la interacción colectiva actúe libremente y el beneficioso talento se propague; hoy día, la inteligencia es dirigida hacia la ingerencia estatal, marchitando el candor humano que se manifiesta en el natural instinto de crear y servir.

La democracia para ser funcional y benéfica ha de ser participativa y permanente, no esporádica ni artera, el ciudadano no puede apoderar de su fuero incondicionalmente a nadie, el voto se ha de dar sujeto a condiciones que el mismo voto contenga y para un fin específico, claro, concreto y eventual, el votante ha de esperar se cumpla un fin, un objetivo claro y conciso, de por sí sencillo y escueto.

Los gobiernos no son para favorecer, son para orientar. En un gobierno justo los favores no existen, en ellos la equidad se impone y la libertad impera.

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