Darío Meléndez – Gran Teatro Nacional

Darío Meléndez – Gran Teatro Nacional

El progreso de las sociedades radica en la libertad, el liberalismo surge y se propaga espontáneamente, le obstaculizan la política y la guerra; le retardan, no le anulan. Los gobiernos, como están establecidos en el Tercer Mundo, no permiten libertad: gobiernan. Su función es mandar, dominar no liberar.

Aviesamente se confunde la libertad con el libertinaje; a la plebe no se le permite que se gobierne responsablemente, a la clase alta si; contra el vulgo se esgrime la intimidación autoría y la represión gubernativa, no se admite el régimen tribual, se promueve el desorden social que mantiene el autoritarismo represivo, instigador de la rebeldía popular.

Para que la República Dominicana y cualquier país subdesarrollado suba al carro del progreso, tiene que liberarse del yugo gubernamental represivo, sin caer en el desorden. Cada sector de la sociedad ha de asumir espontáneamente su propia identidad, mantener la necesaria organización interna y la solidaridad con los demás sectores que conforman la Nación. Nadie puede negar que los indios, los cuáqueros, los gitanos y otras tribus viven, en su mayoría, organizadas y autogobernadas; aún ocupando espacios en sociedades modernas, sus gobiernos simples, rudimentarios, sencillos y unánimemente respetados, dan ejemplos de sana congregación y armónica convivencia; establecen su gobierno propio, sin que les resulte gravoso ni represivo, desenvuelven cotidianamente su vida, sin diatribas ni guerrillas; tratan que nadie se inmiscuya en su sistema, su vida transcurre tranquila y sosegada. También los tígueres pueden.

Un gobierno para ser imparcial y estable ha de ser fijo, inmutable y permanente, como mantienen las monarquías su sistema, regido por una nobleza, autoridad simbólica que en realidad no gobierna, sólo unifica, orienta y mantiene la necesaria estabilidad social, como mantienen los indios el gobierno de sus tribus, sin que sus caciques abusen ni se aprovechen del poder.

El sistema que nos damos en el subdesarrollo, socava la tranquilidad ciudadana y entorpece el progreso de la Nación, la rotación electoral que la política representativa promueve, con la rebatiña de los cargos públicos que crea para repartir, induce las personas apoderarse del gobierno, para administrar los cuantiosos bienes que el Estado detenta y esparce entre adeptos, constituyendo la manzana de discordia que divide la población en gobiernistas y gobernados, distrayendo la población de sus actividades productivas, para dedicarlas a andanzas caballerescas en pro de conquistar el favor de un estado esplendoroso y pródigo.

Una nación soberana ha de constituirse y administrarse como un teatro, donde concurren todos a desempeñan su papel en el ámbito social que es el país. Nadie puede influir en el gobierno del teatro, cuya administración está siempre a cargo de personal especializado, el cual no depende de la obra ni del dramaturgo, mucho menos de los actores o del público que asiste, como tampoco pueden cambiar su régimen los empresarios que realicen las presentaciones. El Gran Teatro Nacional, impertérrito, inamovible, sin cambios ni arribismos, ha de ser el pacífico y fraterno escenario, donde todos actuamos y participamos.

Para nuestro país vivir tranquilo y progresar, ha de transformarse en un gran teatro, donde todos podamos participar libremente; su Constitución, grave, solemne, permanente e inmarcesible, siempre arraigada a la equidad y la justicia, como se concibió y aplicó la Magna Carta de Juan sin Tierra, cuyo ejercicio y aplicación ha de estar siempre a cargo de personas inamovibles, cumpliendo leyes específicas, ceñidas cabalmente a sus atribuciones, funciones optadas por concursos periodismo y conforme a disposiciones normativas de universal reconocimiento. Independientemente cada sector podría elegir su presidente, congresista y demás delegados de grupos o partidos, que deliberen, colaboren, asesoren o actúen frente al gobierno como delegados, sólo cuando a cambiar alguna ley se precise. Apoderados honoríficos, seleccionados por sus sectores, sin que ninguno pueda percibir sueldo oficial ni remuneración gubernamental alguna, sólo viático aportado por sus delegatorios, tampoco imponer su influencia por encima de las leyes vigentes, cuya aplicación ha de ser en todo momento acto de fe, siempre a cargo de personal autorizado en cada institución oficial con autonomía plena, como operan las agencias departamentales Norteamericanas, las cuales no dan cabida a ninguna ingerencia extraña a su ley orgánica, no acatan mandato central, ni de gobierno unipersonal o dictadura, que pueda arrastrar la consabida familia de adeptos a ocupar cargos remunerados, sustituyendo personal idónea, por nepotismo, caprichos o simpatías políticas, cambiando atropelladamente autoridades legítimamente designadas, transformando caprichosamente el sistema administrativo vigente en una bacanal, induciendo el país al caos político que nos caracteriza y daña nuestra idiosincracia.

La Constitución debe reformarse, reforma supeditada a un período fijo, no menor de cincuenta años, sin cambio alguno, igual las leyes adjetivas, cuya matriz ha de ser la doctrina legislativa que rige nuestro sistema jurídico. El gobierno así establecido, no estaría al capricho de políticos arribistas ni demagogos empedernidos; presidencialista, ministerial o como se llame, de nadie ni de partido alguno, sin que el régimen pueda cambiarse al interés y capricho de influyentes demagogos, como ocurre hoy día, en que cada cuatro años se realiza una rifa, un remate de cargos públicos, para poner a recaudar los que han estado pagando y a pagar los que han estado cobrando, sólo trasladando miseria de un hogar a otro, mientras la Nación se hunde en la insolvencia y se exprime a los desvalidos para que paguen fabulosas cuentas ajenas.

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