Dayana-Sabana de la Mar

Dayana-Sabana de la Mar

Se me acercó sin miedo, con carácter, como si no le asustara nada en el mundo… ni nadie. Era tan pequeña que tuvo que tirar de la manga de mi camisa para llamar mi atención. Con voz grave y una forma de hablar que delataba su origen callejero, me preguntó: “¿Y tú qué has venido a hacer aquí?”. Solté una carcajada ante la frescura y la franqueza con las que se desenvolvía. Después de todo, en este municipio sumido en la pobreza al norte de la isla, los niños y niñas que acuden a los colegios públicos no están acostumbrados a ver gente como yo. Le expliqué que estaba allí para observar las clases y evaluar el funcionamiento del colegio. Le pregunté cómo se llamaba sin saber que, después de oírlo por primera vez, lo pronunciaría miles de veces más, sin saber que aquellas tres sílabas estaban a punto de cambiar la forma en la que veo el mundo. Dayana. Mi nueva realidad se llama Dayana.

“He conocido a una niña muy pizpireta”, le dije a la madre superiora que dirige la escuela. Subió apenas la mirada del escritorio en el que estaba sentada y entendí que sabía de quien hablaba. ‘María del Carmen’, dijo, como quien pronuncia una palabra que ha perdido el significado a fuerza de repetirla tantas veces. Sin corregirla o pedir más explicaciones entendí que nos referíamos a la misma niña. No es la primera vez que me encuentro, en esta cultura del interior del país, una persona con dos nombres distintos. De todas formas, había algo en el modo en el que dijo su nombre que me hizo pensar que la niña que yo acababa de conocer y la niña a la que se refería ella eran algo diferentes. Había una historia detrás del nombre María del Carmen, una carga pesada y oscura y decidí en ese momento que para mí ella siempre sería Dayana. Al fin y al cabo, ese era el nombre con el que ella se reconocía a sí misma, fue el nombre que usó al entrar en mi vida.

“¿Me vas a hacer fotos?”, me preguntó cuando la volví a ver a la hora del recreo. Supe que era una petición encerrada en una pregunta, así que saqué mi teléfono y le dije: “Vamos, ponte para la foto”. La primera imagen de las decenas que le saqué después fue la única que contó la verdad. Era la fotografía de una niña de 7 años con ojos vacíos, como si le hubieran sacado la vida a golpes. Sin saberlo, acababa de fotografiar una vida entera de abusos, palizas, llantos, agresiones e indefensión. Las fotos que siguieron enmascaran su historia y solo se ve a una niña alegre y despierta en uniforme de colegio; la historia real quedó escondida tras la gran sonrisa en la boca y los ojos entornados que chisporroteaban con entusiasmo. Nos hicimos amigas, acaso de una forma inevitable. Cuando terminaron las clases la busqué entre el muchacherío revoltoso. Busqué entre los cientos de cabezas aquellas trenzas atadas con gomas de bolas azules con las que yo había jugado antes mientras le acariciaba el cabello y pensaba en la necesidad abrumadora que sentía de protegerla. No la encontré. Desilusionada, empecé a caminar hacia la oficina de dirección cuando noté que alguien me tiraba de la manga por segunda vez ese día. Era Dayana. Sonreímos al vernos. Hablamos. Me dijo que yo le parecía un poco loca y me preguntó si la entendía cuando hablaba en español. Yo le contesté que por supuesto la entendía ya que ambas hablábamos el mismo idioma. Frunció el ceño y dijo: “Pero si hablas raro”. Carcajeé de nuevo al darme cuenta que, aunque absurdo al principio, el comentario de la niña no podía ser más certero. Utilizamos el lenguaje para describir el mundo que nos rodea. Mi mundo y el suyo son muy diferentes. Mi español y el suyo también. Antes de marcharse me miró y me preguntó: “¿Volverás?”. Por un segundo, la vieja a la que la vida no había dejado de apalear se asomó en sus ojos de nuevo. Tuve que tragar saliva antes de contestar “Sí, volveré y te buscaré.”

Minutos más tarde la directora me contó la historia de María del Carmen. Alguien de su entorno la ha violado, pero no saben quién. La familia lo esconde y los vecinos no hablan. La mujer que siete años atrás la había traído a este mundo, en una ocasión casi la ahoga en un barril de agua. El padre no está, no sé si estuvo alguna vez. Su abuela vende pescado en una playa dejada de la mano de la civilización, repleta de gente ociosa que no tiene pasado ni futuro. Y Dayana se pierde, se escapa, desaparece. Durante horas nadie sabe dónde está ni lo que el mundo hace con ella. Salvaje y agresiva como se ha vuelto, se pasa horas castigada en un cuartito porque su madre ya no sabe qué hacer con ella. Dañada. Esa es la palabra con la que definen a Dayana. La preocupación ahora es proteger a los demás niños de su edad que, a diferencia de ella, todavía no conocen el sexo. Como si ella hubiese tenido elección, como si su destino le perteneciera. La prioridad es proteger a los niños que no han perdido la inocencia. Protegerlos de ella y de sus ojos de vieja que cuentan la historia de un abuso que, sospecho, sigue ocurriendo, y una boca que utiliza palabras soeces de adulto en un tono tan natural que le amargan el alma a cualquiera. Nadie le presta su voz a Dayana para que pueda quejarse y maldecir la vida que le toca. La fiscalía de menores está en otra cosa, y nadie se atreve a hacer nada que ponga en peligro la custodia de la niña, ya que al fin y al cabo, los hijos en esta cultura pertenecen a sus padres por más maltratados que sean. Además, dicen que sacarla del hogar familiar para meterla en un centro de acogida estatal es simplemente cambiar una cárcel por otra. Esta es la historia del mundo al revés: donde los niños son viejos y las víctimas son tratadas como criminales. Esta es la historia de Dayana. No es una historia bonita, lo sé, pero alguien tiene que contarla.

Solo en este país, hay cientos de niños y niñas que, como ella, esnifan alcanfor para sedar sus cerebros y acallar sus estómagos. El mundo está lleno de niños y niñas sin casa, sin comida, sin cara, sin nombre. Sombras en el suelo que no tienen voz ni nadie que abogue por ellos, ignorados aunque solo sea por el simple hecho de que no los conocemos. No podemos salvarlos a todos, lo sé, pero sí se puede salvar a una. Tiene 7 años y ojos de vieja. Se llama Dayana y acaba de dejar de ser una sombra.

· DIRECTORA EJECUTIVA FUNDACIÓN CRC -CONSENSO RENOVACIÓN CAMBIO-

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