De “maipiolos”

De “maipiolos”

Retorcido y complejo es el proxeneta. Su presencia en la historia supera la memoria. Ha existido para satisfacer las demandas sexuales de hombres y, en menor grado, de mujeres, que requieren de sus artes para satisfacerlas.

Incapacitados para la conquista o sin disponer de tiempo para ella, o por temor de exponer sus particularidades eróticas, dependen del “tercero” que así también se le llama al que procura y vende las mercancías del cuerpo para conseguir pareja.

Me ocupa el tema de los alcahuetes al leer, como si no fuera un personaje de la realidad, la abyecta saga de Bianca la Gorda, figura estelar de nuestra cotidiana tragedia narco-social: la “madame” del “Cartel de los Macos” (que ya el de los sapos existe y el maco es más criollo) .

Cualquiera puede ser un traficante de sexo y no ser un sociópata consumado: Luis XIII, rey de Francia, designó al Cardenal Richelieu, hombre de Estado y de la Iglesia, para tales funciones; el príncipe Talleyrand, aristócrata e influyente político, fue uno de los buscones de Napoleón.

Para esos ilustres – igual que para aquel ministro de Trujillo inmortalizado por Vargas Llosa – el amor al poder aniquiló su dignidad. Incontables son los beneficiados con fortuna y estatus al ejercer de alcahuetes cuando lo consideraron oportuno. La codicia les arranca los valores y no reparan en nada hasta alcanzar su cometido.

La historia de los conventos nos muestra a los nobles europeos sobornando a madres superioras para acceder a sus novicias. De ahí que la palabra “maipiola” tenga sus orígenes en “madre priora”. Y algo hubo en los claustros, ya que otra de las acepciones es la de “trotaconventos”.

Para muchos, el negocio de la lujuria es un trabajo como otro cualquiera. Sus establecimientos se afianzan en las comunidades como los del barbero, el tendero o el zapatero.

Recuerdo dos selectos burdeles de mi pueblo, regenteados por las afables celestinas “Chichí culo’e bombillo” y Cuca. En las tardes, se podían ver prominentes señores de la municipalidad leyendo sus periódicos en el balcón, o tomándose “una media botella” antes de retirarse al hogar para la cena. Sin duda, la visita tenía un efecto Spa. Esas celestinas eran trabajadoras sexuales sin recovecos. Ejecutivas de casas de cita.

Bianca la Gorda y los de su inescrupulosa estirpe son harina de otro costal; utilizan las adicciones sexuales de sus clientes más allá del dinero.

Adquieren poder llevando y trayendo información a sus clientes,  acumulando secretos para el chantaje.  Con  una psicología distorsionada, alimentan sus carencias conviviendo con los poderosos.

Los maipiolos de esa ralea no cargan con culpas. Se sirven de las aberraciones. Esconden en el traspatio de sus serviles simpatías una peligrosidad de gran cuidado.

Esperan el momento preciso para destrozar a sus víctimas y saciar sus ambiciones.

Pero Bianca la Gorda nos demuestra que esas ambiciones fueron un delirio, concluyendo sin reclamos en la irrebatible lógica de un bulto descompuesto entre los matorrales.

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