De altura

De altura

COSETTE ALVAREZ
Siempre aspirando a ser medidos con la vara de los considerados grandes, empezamos aquella vez trayendo franquicias de «fast foods», construyendo elevados y túneles. Mientras se cocinan otros platillos, nos acercamos bastante a donde íbamos: comparando nuestros escándalos de corrupción provocados por políticos, empresarios, militares y clericales a los de países civilizados.

Por ahí van nuestros afanes de «jaiclá» (high class, para que el puertoplateño de la tertulia del parque no vuelva a corregirme). Ese camino han tomado nuestras ínfulas de ascenso social, de ser de altura.

Esto va de lo sublime a lo ridículo, si nos enteramos, por ejemplo, de la llamada de la esposa de un empresario cibaeño para reclamar a un director de prensa, lejos de todo lo que se cuestionó en una publicación sobre el origen de esa súbita fortuna, la indiscreción de haber difundido que en su pomposa boda el brindis fue de sidra y no de champán francés. Todavía falta saber si esa sidra fue de fabricación casera, como descubrí en otra boda no tan pomposa pero mucho más divertida, ligando cerveza con gaseosa de limón, mejor conocida como sevenó (7Up) o Sprite, que según un cierto anuncio en vivo, es el único refresco que sabe a sevenó.

Sin embargo, en cuanto a los escándalos de corrupción, no sé si en los países desarrollados cuentan con el mismo ingrediente que los nuestros, o si disponen de titiriteros como los que nos gastamos. Porque, si hay algo que resta vistosidad a las citas judiciales, los allanamientos, las declaraciones, los interrogatorios, las investigaciones y todo ese despliegue para asegurar la atención nacional, es que, si bien muchos de los perseguidos hace rato que deberían estar presos, no hay forma de disimular el factor retaliación.

Por ejemplo, sin meterme en el tema de las tarjetas, los relojes, helicópteros y demás, uno de los recientes allanados, que ni está en el país, tiene su casa en el mismo sector en que vivo. Antes de vivir por aquí, desde hace años llevo mi fauna a un veterinario en la misma zona. No es de ahora que esa calle tiene brazos mecánicos tanto por la Avenida República de Colombia como por la Sol Poniente, que ahora se llama Carlos Pérez Ricart. Hay un civil y un policía que no dejan pasar a nadie antes de las ocho y media de la mañana, ni después de no recuerdo qué hora de la noche.

Yo no sabía que las calles se compraban. Lo que sé es que todos los días, o tenemos un bochinche, o nos resignamos a dar una vuelta de todo el tamaño, tapones incluidos, porque parecería que en su casa se despiertan antes de lo que quisieran con el ruido de los carros. No le veo otra explicación. Y se pondrá peor con la cantidad de funcionarios fabricando casas con el producto de sus ahorros de toda una vida. Ojalá haya regresado de recibir su premio en Francia la decoradora del momento, para que les decore sus ranchitos a precio de compañeritos del partido.

¡Carajo! Balaguer vivía en la Máximo Gómez, Antonio Guzmán en la Bolívar, en fin, todo el mundo en su casa, y eso solamente se ve donde viven funcionarios o militares de segunda. Si tienen humor para eso, vengan a oír al que viste de civil voceando: «vayan al Palacio, si quieren que los deje pasar». Supe una vez que, no sé si ese mismo o algún otro, blandió su pistola en las narices de una residente del área. Por eso no entiendo bien el allanamiento.

El brazo mecánico sigue abajo y con vigilancia, es decir, el tipo conserva su derecho a cerrar la calle que difícilmente le haya costado nada, nosotros seguimos sin poder pasar por esa calle que une dos avenidas que nos ahorra una vuelta como de cuatro kilómetros llenos de camiones de basura hacia Duquesa, pero ya el hombre fue desconsiderado públicamente para que creamos que se está haciendo justicia, que se está actuando contra la corrupción (ajena al gobierno de turno), se nos pase el tiempo de lo más embullados, excitados, llenos de expectativas, y no nos demos cuenta de lo que realmente nos afecta, nos interesa, nos incumbe. Pan y circo, pero sin pan. Es una falta de estilo que da pena y ganas de llorar. De este gobierno y de todos los otros.

El caso es que en los gobiernos peledeístas, lo de la altura social es un «issue»: tiene carácter de asunto. Recordemos que llevaban toda una vida política, económica y social luchando, o al menos haciéndose autocríticas no sé qué tan auténticas, contra sus vicios de pequeños burgueses. A los perredeístas nunca les ha importado ser reconocidos como tígueres. Por el contrario, ésa ha sido la base de su popularidad. Los reformistas siempre han sabido lo que son y, sobre todo, lo que no son. Pero los peledeístas tienen ese problema. Ni siquiera haber llegado al poder dos veces les ha resuelto su perentoriedad de ascender socialmente. Se pusieron caros y escasos durante el gobierno de Hipólito, desde que se dieron cuenta lo mal que cayó su unísono de que salieron del poder más pobres que cuando entraron.

Nunca van a lograr integrarse a la sociedad, en ninguno de sus estratos. Cuando se nos vendían cual pastores evangélicos con sus Biblias bajo el brazo, se manejaban como una logia, un férreo círculo cerrado al que la gleba insurrecta no tenía acceso porque no calificaba, no tenía méritos suficientes para ser parte de tan exclusivo grupo de santos. Cuando llegaron al poder, se zapatearon de todo su entorno. No olvidemos cómo le pagaron al propio Balaguer el enorme empujón que les dio con tal de que Peña Gómez no fuera presidente del país. En esta ocasión, acogieron a los reformistas disidentes o como prefieran llamarlos.

Estábamos mal, muy mal. Es innegable. Pero el cambio no ha sido para mejor, por muy bien que «acotejen» los numeritos. Lo peor, volvimos a ser vistos con esos «ojos deslumbrados por los ejemplos de Europa…que ven con admiración que el personalismo cínico hace poderosos y potentados a ridículos imitadores de modelos repulsivos, evidencia indiscutible del enlace entre la moral y la política» (Victoria Camps, Paradojas del Individualismo, 1993).

Publicaciones Relacionadas

Más leídas