De cárceles y desesperanzas

De cárceles y desesperanzas

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Siguiendo la línea -muy buena- de una empresa de comunicaciones telefónicas exponiendo que si las cosas fueran como uno quiere….los periódicos sólo traerían buenas noticias, los queridos familiares que viven en el extranjero vendrían para quedarse, etc., me siento capaz de añadir que si las cosas fueran como uno quiere -y me refiero a la gente bienintencionada de la humanidad- las cárceles serían establecimientos correctivos, propiciadores de movimientos ascendentes, de relocalización de las virtudes que pueden caber en el humano, levantándolas, abrillantándolas y dignificándolas. Pero no es así. La cárcel es un fracaso. Dolorosamente necesario, pero un fracaso.

No me refiero tan sólo a las cárceles nuestras, las dominicanas y las de todo el inmenso Tercer Mundo, horripilantes antros destinados a la degeneración humana, que bien podría tener, a sus entradas, la terrible frase que Dantés pone a la entrada del Infierno (Inferno, III, 9) «Lasciate ogni speranza, voi ch`entrate» (Abandonad toda esperanza, vosotros que entráis).

Es que las cárceles no regeneran, salvo a pocos reclusos, en cárceles modelo, donde pueden adquirir una educación manual o intelectual. Pueden salir torneros, mecánicos, electricistas, plomeros, o hasta abogados capaces de defender su causa y respetables autores de una literatura que expone el drama humano desde un punto de vista muy singular, descarnado y honesto.

El caso de Edmundo Dantés, el Conde de Montecristo de Alejandro Dumas, Dantés que durante catorce años permanece en una lúgubre celda en el castillo de If, logra, mediante la cercanía del abate Faria, una sólida educación y diversas habilidades que le permiten, a la muerte del abate, escapar, tener acceso al tesoro escondido del abate y…emprender su venganza convertido en un refinado noble acaudalado. Eso es la sublimación del resultado de un encarcelamiento injusto.

Pero ¿y los encarcelamientos justos?

Honestamente, y saltando por encima de hipocresías y los convencionalismos de opinión para internarnos en un terreno espinoso, debemos, a fuer de sinceros, declarar abiertamente que las cárceles no constituyen una solución. Donde son limpias y modernas, como la que hizo construir en su territorio Saddam Hussein por técnicos y especialistas extranjeros y no se sabe el uso que le dieron, aunque sí, tras la caída de Hussein, tropas norteamericanas utilizaran las instalaciones para vejaciones y torturas de las que nunca pueden ser borradas o superadas con el paso del tiempo, porque no se trata de cicatrices de látigos en la espalda o huellas de choques eléctricos, sino de violencia contra los fundamentos de su fe, siendo mantenidos desnudos, obligados a comportamientos aberrantes, de una indignidad imposible de superar.

Las cicatrices del cuerpo pueden llegar a ser testimonios de honor. Las del alma, invisibles, nunca sanan, nunca cicatrizan, son eternas.

El tema carcelario me atormenta, porque no le veo otra salida que la aniquilación.

¿Es redimible un sujeto que viola a una niña o un niño? o que haciendo uso de una terrible arma blanca (¿blanca?) que llaman «sacahígados», un puñal largo y estrecho, mata a otro ser humano para apropiarse de un teléfono celular o de una cartera, a menudo con escasos pesos?

Una vez atrapados por una Policía que carece de recursos hasta extremos insospechables y «garcíamarquianos», como cuando se les ha imposibilitado acudir a un llamado de auxilio por falta de gasolina para un carro o una moto, el delincuente, atrapado por quién sabe qué mecanismos de los ignoto, es conducido frente a un tribunal de justicia, que o lo deja libre o beneficiario de un cargo menor, si finalmente no ultimó a su víctima. Entonces va a la cárcel. Allí aprende mejores técnicas de los reclusos que nos mandan desde los Estados Unidos.

Han estado en las mejores universidades del delito y el crimen.

¡Vienen graduados!

No quisiera tener que declararlo, pero creo que tal vez Ludovino Fernández tenía razón. Primero infracción contundente: una pela en el patio de la Policía. Segunda infracción: Una golpiza, mayor. Tercera infracción: «se perdió, no se sabe dónde está» «Ley de fuga»: «Trató de escapar de la autoridad».

Hace pocos días un psiquiatra de elevada formación, y buen cristiano, me dijo entre muchas muecas de renuencia, que no había solución para esos psicópatas que llegaban al asesinato frío o violaban niñas y niños.

¿La muerte? -le pregunté.

La muerte -me repuso con tristeza visceral.

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