De Ciudad Trujillo a Ciudad Vergüenza

De Ciudad Trujillo a Ciudad Vergüenza

Han pasado 33 años desde que le fuera restaurado su nombre histórico a la capital dominicana. Antes toda la ciudad era Trujillo. El culto a la personalidad era hereditario y obligatorio.

Sin que pudiera devaluarse en 1961, ese mismo culto siguió rampante y venció el violento limbo político de aquellos años sin Trujillo (61 66) en que hubo tímidas venganzas, elecciones, golpe de Estado, represión, alzamientos en las montañas e insurrección popular en los cuarteles militares, que condujo al conato de revolución abortada por la segunda invasión norteamericana del siglo pasado.

Demasiadas cosas para sólo cinco años. Los principales directores del drama desarrollado en apenas media década ya están casi todos muertos. Fueron (sin que el orden sugiera su importancia en la lista): Joaquín Balaguer, Juan Bosch, José Francisco Peña Gómez, Antonio Guzmán Fernández, Jacobo Majluta, Francisco Alberto Caamaño Deñó y otros que además de directores, fueron actores de primera línea. De estos hay decenas, vivos y muertos. Claro los dirigentes y actores de la izquierda política, si tienen altares, los tienen de tercera, los de derecha los tienen de primera. La muerte se hizo cotidiana en aquellos días sin delincuencia que no fuera política, en tiempos sin delitos que no fueran de conciencia.

El luto empezó a llevarse en el alma desde antes del ajusticiamiento del sátrapa que todavía cuelga en oficinas de agradecidos y prestigiosos ciudadanos dominicanos. Se escondía sin derecho a lamentaciones ni responsos ni llantos. Muchas damas iban al cine a llorar cualquier escena para disimular la pena clandestina de sus deudos desaparecidos. Después del 30 de mayo se supuso que habría libertad para exhibir el luto pero fue tanto el que hubo que asumir que todo el país se ensombreció con una oscuridad presagiosa.

Unos lutos son y pueden ser enterrados con sus muertos, víctimas de la resignación, otros, victimados por la indignación, nunca podrán ser enterrados. Son los lutos de la intolerancia, los que se incubaron en el período de inestabilidad entre 61 66, y los que siguieron en todo el proceso de transición hacia la democracia (66 78).

Ahora la ciudad capital de la República Dominicana rinde culto al luto y conmemora a los hombres que dirigieron el drama de la muerte. Es inconcebible.

Para jóvenes, adultos y niños, para estudiantes y estudiosos, esta ciudad se llena de nombres conmemorativos, laudatorios y proclives a la exaltación, que sin embargo fueron los responsables del cisma y fraccionamiento de la paz social entre lo(a)s dominicano(a)s.

En vez de cantarle a la vida, esta ciudad le canta a la muerte. El nombre de los aeropuertos, los puentes, las avenidas (cuando no es que son extranjeros), de los edificios y de las plazas que llamamos parques, les han ido siendo asignados a personajes del pasado traumático. La ciudad se identificará muy pronto con el luto que aportaron las ideologías, los partidos políticos y las intolerancias. Parecerá un cementerio de ideas o mausoleo de enfrentamientos estériles. Y eso no es justo.

¿Qué mensaje le estamos enviando al futuro que nace y crece al margen de tanta ignominia del pasado? La ciudad avanza hacia convertirse en un cartel de oprobios, en un obituario de vergüenzas, de dudas históricas, de nombres odiados y apelativos extraños. ¿Merecen las generaciones del mañana que estas rotulaciones les identifiquen, sin que necesariamente ese porvenir comulgue con las ideas de los personajes que le dieron origen y fueron responsables del pasado? Una cosa es la historia heredada y otra cosa es la historia impuesta. El orgullo patrio se sustenta en una herencia inmaculada, no en una imposición teñida de sangre.

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