Cuando era un muchacho de diez a doce años de edad, me desagradable soportar la prolongada estación estival tan obstinada por estos lindes del mar Caribe.
Aunque sentía un alivio cuando, realmente el calendario marcaba la llegada del verano, con el cierre y alejamiento de las aulas, y poder acudir a los deportes, parques de diversiones, playas, cines, fiestecitas…
Mientras crecía, me quejaba sobremanera del clima tan rigoroso. Soñaba entonces vivir en un sitio fresco, agradable, para dormir bien y no agotarme tanto.
Llegado a la adultez y obtenido el título profesional, entre los primeros clientes de la oficina de abogados tuve la experiencia de un nacional chino, llamado Santiago Sang. Lo asistí en los tribunales con dos de sus negocios, uno en la avenida San Martín y el otro, después, frente al Parque Independencia, ambos en la capital. Conocí a Santiago a través de uno de mis mejores amigos, doctor José Escuder, fallecido muy temprano durante un viaje de recreo a Sabaneta de Yásica, 30 junio de 1960. Heredé el cliente, pero lo más valioso fue el vínculo de amistad y las magníficas cualidades que adornaban al amigo y hermano Escuder.
Una noche conversaba con el cliente y caímos en el tema del clima en esta zona en que nos movilizamos. Una vez más me explayaba acerca de la fuerte temperatura que yo no había aprendido a soportar. Entonces el cliente tocó con su mano derecha el borde de la manga izquierda de su camisa de mangas cortas, que siempre lo vi usar, y me dijo:
-Tú no sabes lo que es un clima fuerte. Fíjate yo, el año entero con este tipo de camisa y nada me afecta ni me altera. Ya sabrás cuando pises tierra diferente.
Poco tiempo después hube de asistir a un curso sobre comunicación social en Quito Ecuador (1964). Y allí, a una altura de miles de pies sobre el nivel del mar supe lo que es tiritar de frío. Sólo me distaría con asistir a un cine muy cerca de la Plaza Independencia, a media cuadra del Palacio del Gobierno Ecuatoriano. Allí proyectaban un “doblete” cada día, pero con dos películas en estreno. Hacia el final del segundo “films”, yo parecía un guiñapo sobre el asiento, buscando un calorcito, y salía disparado para mi habitación en el hotel Regina, también a poca distancia. Y me envolvía hasta con el colchón, si era necesario. Y todo el “amaraco” con clima, allá en el Centro del Mundo, de apenas 12° ó 14° grados sobre cero.
Leo en estos momentos una novela Mi General, del autor ruso Albert Lijanov, Editorial Ráduga y Editorial Gente Nueva, 1988. De inmediato hago amistad con el personaje central. Él mismo se presenta desde la primera línea de la novela: “Para que me conozcan: Me llamo Antón. Vivo en Siberia”.
La novela gira en torno a la vida y la disciplina en Rusia. Antón, muchacho inquieto, anhela conocer la capital (Moscú), donde vive su abuelo, el General. Nuestro personaje afirma que “a las seis y media de la mañana un locutor anuncia la temperatura. Si dice que son cuarenta grados bajo cero, eso no es nada. Si hay cuarenta bajo cero, vamos a la escuela. Cuarenta bajo cero aquí no es frío para nadie”, dice el personaje siberiano y agrega: “¡Ja!, Nosotros con treinta grados [bajo cero] casi se puede decir que hace calor”.
Estaciones, temperaturas; intemperie; climas, estaciones, temporadas…
Y ahora, calentamiento de la tierra. ¿Qué vendrá después? ¿Lo podemos tartamudear con algún acierto? ¡Bueno! ¡Suponemos que será dentro de millones de años para un nuevo fenómeno ¡Ojalá que nuestra posteridad haya aprendido algo en ese respiro de existencia! ¡Y actúe con tiempo!