De cómo heredé al millonario Joaquín Ortega

De cómo heredé al millonario Joaquín Ortega

Siendo apenas un adolescente su familia lo envió al exilio. Don Viking, su padre, era conocido como desafecto a Trujillo y por el riesgo de que el muchacho se metiera en problemas con el Régimen, como era costumbre de las familias pudientes, se lo enviaba a estudiar a Norteamérica o a Europa.

Joaquín fue enviado primeramente a Alemania, pues el viejo admiraba la disciplina y la reciedumbre de esa raza. Aquel país, clima y cultura fueron demasiado para su inusitada y repentina soledad, y hubo que trasladarlo a los Estados Unidos, también a una escuela militar, otra experiencia en extremo rigurosa para un joven cuya infancia transcurrió en un Macorís sosegado y bucólico. Jamás pudo reencontrarse con su cultura original ni con su gente.

A quienes desdeñaba por indisciplinados, particularmente a sus cuñados, porque se acomodaron demasiado, decía,  a vivir de los inmensos cacaotales heredados por sus hermanas.  Cuando lo conocí parecía un general retirado del ejército prusiano: seis pies y pulgadas, fornido, tez adusta con rasgos breves de ternura cuando sonreía, una piel poblada de infinitas pecas, como castigo del sol tropical a tanta blancura. Pasaba diario por el frente de mi casa y una tarde cuando regresaba de su finca en su  reluciente Bell Air, recogió a mis hermanitas que regresando del Colegio las atrapó un aguacero. Mi madre y mi tía soltera que vivía con nosotros le agradecieron el gesto y lo agasajaron con dulce y café, como era la usanza, y Joaquín fue desde entonces amigo para siempre.

De vez en cuando se parecía con canastas de toronjas y mandarinas, y luego, enamorado de la tía sus visitas se hicieron más frecuentes. Se decía entre nuestras amistades, que siendo yo el sobrino favorito de ella, sería seguramente heredero de su fortuna. Hicimos muy buena liga. Con catorce años me encantaban los caballos y el campo y mucho también, conversar con este hombre tan distinto a todo el mundo, con ideas y conocimientos tan poco comunes, capaz de satisfacer mi curiosidad por cuestiones de astronomía y de física, que eran temas que le apasionaban.

Tenía un telescopio para mirar el cielo, y muchos libros antiguos y revistas científicas en inglés. Las gentes del pueblo y de su familia nunca lo visitaban y prácticamente lo desconocían por completo. Algunos parientes criticaban sus excentricidades, decían que cuando se enamoraba piropeaba a la elegida diciéndole lo mucho que se le parecía a sus becerras. Pero Joaquín era mucho más que eso. (Continúa).

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