De cómo León David nos salva de la muerte

De cómo León David nos salva de la muerte

POR JUAN FREDDY ARMANDO
Al entrar a los  “Cincuenta sonetos para amansar la muerte” de León David, me siento como aquel rey visitante de Las mil y una noches al ingresar a la alcoba que el rey anfitrión le había preparado, con un gran banquete de femeninos manjares. Hago mía las palabras del rey visitante: “Sé lo que tengo que hacer, pero no sé por dónde empezar”.

Efectivamente, hay varios puntos de vista desde los que puede verse este magnífico libro de sonetos. Pero por uno he de comenzar, y comenzaré.

Será sobre la pertinencia o impertinencia del soneto en pleno digital y cibernético siglo XXI.

¿Después de tantas y tantas y tantas centurias de sonetos, debemos seguir escribiéndolos?

El soneto es el príncipe de la poesía. Breve. Sobrio. Cadencioso. Profundo. Eterno. Y esta última palabra me interesa mucho. Pues no obstante que desde los siglos XVIII  y XIX el verso blanco y el libre se popularizaran, y luego desde mediados del XX casi se adueñaran de la poesía, el soneto les ha sobrevivido como el principal baluarte del ritmo, de la musicalidad, de la síntesis y de la pieza perfecta con que sueña el bardo.

Es muy significativo que el libro que ganó el Premio Anual de  Poesía en República Dominicana del año antepasado, Días de carne, es totalmente de sonetos, del joven poeta dominicano residente en Massachusett César Sánchez Beras.

En pocas palabras, el soneto, tal como ha sentenciado el poeta norteamericano Robert Frost, es como hacer pasar el caudal de un río por un pequeño tubo (y yo le agrego) sin que el agua pierda la efervescente gracia de su corriente y la emoción visual de su transparencia. He ahí la fuerza de su síntesis, de su profundidad rítmica y exacta.

Por tanto, es válido y valioso escribir sonetos. Claro, si se tiene, como León David, el talento y laboriosidad que exige ese trabajo de orfebrería y arte, de técnica e inspiración.

Y por si faltan razones, hay dos más. Una: Casi todos grandes poetas en algún momento han incursionado en él, incluidos los de vanguardia, como Octavio Paz y  César Vallejo. Lo mismo que en otras formas del verso rimado que persisten en nuestros días en todas las lenguas. Otra: El mundo moderno ha enriquecido al soneto y otras formas rimadas, al volver a la poesía al lugar de donde es originaria: a ser cantada.

Como sabemos todos, en los hermosos himnos de las iglesias de hoy y en las canciones de los excelentes compositores de nuestro tiempo –Joan Manuel Serrat, Silvio Rodríguez, Juan Luis Guerra, Sting, Aznavour, Manuel Jiménez, Alberto Cortez- han multiplicado la incidencia del verso medido. Estos cantores, a quienes nadie puede discutirles su condición de poetas, han multiplicado su incidencia en la sociedad, al retrotraer la poesía a las reminiscencias de sus orígenes: la rapsodia, el mester de clerecía y el de juglaría. Y no sólo cultivan  diversas formas de rima en sus melodías, sino que además musicalizan a los grandes poetas, como a Machado, Martí, Manrique, Torres Blodet, Miguel Hernández, cuyos versos muestran así la actualidad perenne de toda creación verdadera, que está siempre de moda.

Pero como esto no es un estudio del soneto ni del verso rimado ni de canciones, sino la presentación de un libro, volvamos a León David y sus Cincuenta sonetos…

¿QUÉ VIRTUDES FORMALES TIENEN ESTOS VERSOS?

La primera virtud que desde el punto de vista formal tienen es la perfección de su estructura. Y la noción de lo perfecto nos viene dada por  la coherencia y armonía que hace a toda auténtica obra de arte.

Vale la pena observar que la coherencia y armonía es uno de los recursos creadores más alta importancia, puesto que da algo nuevo al mundo, lo enriquece. Debido a que entre de las constantes básicas de la conducta del universo está su carácter fugaz, contradictorio, desequilibrado, contingente, irregular, aleatorio. Lo que admiramos en el cosmos es su parte coherente y armónica. De ahí que cuando armamos algo que luce imperecedero, estable, bien concatenado sin aparentes irregularidades, bien calculado, con absoluta percepción de orden, habremos logrado un auténtico producto de la imaginación humana, debido a que sólo el ser humano en su imaginario ha podido crear algo de factura coherente, fija, en una especie de corte transversal del fluido semi-caótico en que se mueve  el devenir de la existencia.

Esta es la razón  por la que lo eterno, lo perfecto, lo coherente, sean una invención de la fantasía del hombre, arte típico de nuestra especie, valor agregado que le aportamos a lo existente. Y es lo que nos hace emocionarnos más con un atardecer de Rembrandt que ese que miramos esta tarde por la ventana, que de repente puede ser dañado por una tormenta o una nube que se robe el oro del sol, por su carácter fugaz y casual.

La coherencia y armonía  en estos textos se expresa en diversas formas. Una de ellas es que ha logrado el poeta mantener en cincuenta ocasiones el exacto verso endecasílabo. Y fue muy acertado León David al escoger esta medida, ya que parece ser la ideal para el oído humano, puesto que en una revisión que he hecho de canciones, romanceros, décimas, el verso de 11 sílabas –endecasílabo- luce el más frecuentado, probablemente por ser el más agradable al oído humano, o por lo menos al de quienes hablamos la lengua castellana. Precisamente, el maestro Pedro Henríquez Ureña ha escrito un excelente estudio sobre esta forma poética de origen italiano.

Además, el endecasílabo es el ideal para el tratamiento sereno, y por momentos irónico y sin miedo, que el autor da al tema de la muerte.  No es tan corto como el octosílabo y otros metros de arte menor, que diría yo que se prestan más para temas sutiles y románticos. Ni es tan largo como el alejandrino de 14 sílabas y otras medidas extensas, propias de enfoques amargos, pesados y tétricos.

Armonía y coherencia muestran también estos sonetos en la manera como están trabajados los cuartetos y tercetos.  A lo largo del libro, es una constante su recurrencia a la combinación clásica del primer verso con el cuarto y el segundo con el tercero. Mientras que los tercetos están combinados, el primer verso de uno con el primero del otro, el segundo con segundo y tercero con tercero.

Otra muestra de belleza es que casi nunca emplea el corte de la oración en su sujeto y complemento, quebrando su composición para forzar el metro, como ocurre con muchos sonetos de Quevedo o de Góngora, costumbre que Borges ha continuado. Claro, es un recurso en que el poeta se ve o finge verse en la obligación de fragmentar el concepto comunicacional y a veces hasta una palabra, para lograr mantener la rima.

Satisface mi gusto como lo ha hecho León David, que casi en todos ha mantenido la fluidez de la oración, y exactitud de los hemistiquios, y así el efecto sonoro que conduce al lector a la sublimación poética es más efectivo, puesto que van juntos el ritmo conceptual y el musical.

Todo lo anterior nos conduce a una tercera cualidad formal que quiero reseñar en estos sonetos. Podría decir de esa característica lo que escribió Federico Engels de la Grecia antigua. Señala el sabio inglés que una de las principales virtudes que también puede ser defecto (pues toda virtud de alguna forma es un defecto) en los pensadores griegos era su insuperable capacidad de generalización.

Así, una de las principales virtudes de los sonetos de León David  es que están hechos por el librito, de modo que si los manes de los grandes sonetistas clásicos –Lope, Quevedo, Petrarca, Góngora, Shakespeare, Hugo, Petrarca Darío- hicieran una fantástica visita a este salón y leyesen a León David, dirían: “!Estos sonetos son perfectos!”. Porque el autor ha sido meticuloso en alcanzar a plenitud las exigencias metódicas del género en sus detalles técnicos más menudos. 

No ha hecho como Neruda en sus Cien sonetos de amor, que sólo lo son en el ritmo, en versos blancos, sin rima, principalmente en endecasílabos y alejandrinos. O como Baudelaire, que ha sido caprichoso en sus  rimas consonantes y asonantes, o Vallejo y su impetuoso juego con ritmo y rima, o  Lezama Lima, quien libremente sale y entra a las medidas silábicas del soneto, en su ya clásico método de apariencia ilógica, que llamo poesía del absurdo.

La virtud y desvirtud  al mismo tiempo en estos autores deriva de que  han hecho el soneto a su manera, a su medalaganaria manera, diríamos, cosa  que no agradaría a los cultores clásicos de esta forma poética.

León David es un maestro del clásico soneto, por su ritmo y rima perfectos, por esa acentuación grave en el segundo hemistiquio, cara a esta hermosa lengua que nos regalara España.

Evidentemente, podría hacer otros muchos señalamientos formales a los Cincuenta sonetos para amansar la muerte, pero no quiero que ustedes se me duerman en el enjambre de los detalles íntimos de la naturaleza de estos versos, en algo que ya sería propio de un largo y concienzudo estudio, que no es el objetivo de estas palabras.

¿QUÉ VALORES DE CONTENIDO DESCUBRIMOS?

Ahora quiero abordar otro aspecto: se trata del fondo. Y obsérvese que he separado fondo y forma sólo como un recurso abstracto para poder hurgar en los distintos modos de ver los textos, pues en realidad, en el arte, fondo y forma van enlazados de manera indisoluble. Sólo pueden separarse como procedimiento de análisis, semejante a cuando el médico separa el corazón del cuerpo provisionalmente mientras investiga y cura las arterias, consciente de que la separación sólo durará lo que dura la operación. Van como la materia y el espíritu, que no son más que expresiones distintas de una misma esencia, de un mismo inseparable ontos o logos, como dirían los filósofos, aunque puedan aislarlos nuestras imaginarias abstracciones.

 El tema  aquí es la muerte, eje directo o indirecto de todos los sonetos. Hay algunos que muestran el tema de manera refractaria, sutil, sugerente, pero sin obviarlo, porque son de alguna manera formas de amansar a esa simpática dama  que nos espera en la puerta de salida.

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