De Cuchito, la llaneza

De Cuchito, la llaneza

De Mario Virgilio Álvarez Dugan se han celebrado cuantas fueron sus condiciones personales a propósito de su fallecimiento. Nosotros, que lo conocimos en nuestra mocedad, deseamos exaltar el trato familiar que dispensó a cuantos se acercaron a él. Quiénes habrá que argüirán que ésta no fue virtud privativa de él, pues ha debido compartirla con miles de conciudadanos. Por eso, para resaltar esa sencillez, permítanme que me remonte a los días finales del gobierno de Rafael L. Trujillo. Fue, por aquellos años, en que llegué a la convicción de que era un ser humano distinto.

Les he contado una que otra vez que comencé a incursionar imberbe aún, en las páginas del diarismo nacional. Mis padres tenían negocios en los alrededores del periódico “La Nación”. De manera que por una causa u otra, pasaba por el frente del edificio, ubicado en áreas que hoy ocupa la tienda “La Sirena” de la avenida Mella. Me seducían las corpulentas rotativas, preñadas de papel y de aquellas formas impresas en planchas de aluminio, que se tornaban letras, fotografías y dibujos en las páginas del diario. Don Manuel Valldeperes, un español llegado al país en la hornada de exiliados republicanos, me llamó un día. ¡Y entonces comenzó un oficio que no se ha detenido hasta hoy!

Poco después del asesinato de Ramón Marrero Aristy, el diario fue momentáneamente cerrado. El suceso, explicado como resultado de un accidente automovilístico en la todavía peligrosa carretera a Constanza, sacudió a la sociedad. No porque la víctima fuera el Secretario de Estado de Trabajo o presidente de la Editora la Nación, o director del diario. Sino porque de alguna misteriosa manera la verdad sobre su muerte circuló en el pueblo del mismo modo en que, a poco, se conocería lo del asesinato de Patria, Minerva y María Teresa Mirabal. Al reabrirse, entró Cuchito a la dirección.

Me llamó para que fuese titulista del diario. No acepté el puesto, pues comprometía tiempo que dedicaba a los estudios de bachillerato y a los remiendos de negocios familiares que los agentes de inteligencia permitían que funcionasen. Me habló como si fuésemos viejos conocidos, y yo un amigo suyo de estrecha relación. Un muchacho desconocido, como lo éramos, se sintió satisfecho. Más tarde heredé el trabajo de reportero que realizaba Gregorio García Castro, en Radio Caribe. Goyito me había recomendado luego que fuera designado Diputado al Congreso Nacional.

Luego de que la radioemisora transmitiese una noticia relacionada con la probable organización de una Misa oficiada por un seglar, fuimos detenidos. La habíamos escrito. Y por supuesto, de conformidad con mis normas de vida, mi nombre figuraba en la cartulina en que fuera pergeñada. El Servicio de Inteligencia Militar (SIM) estaba empeñado en conocer la fuente, y yo dispuesto a no ofrecerle el nombre de la persona que nos habló de ello. Muchacho como nosotros, el informante lo fue el hoy compadre doctor Julio Aníbal Suárez Dubernay.

Tras una de las agotadoras tareas de interrogatorio, se nos informó que don Virgilio Álvarez Pina deseaba conocernos. En ese instante sabíamos que estábamos salvados por el empeño de Dios, de quién nos agarramos desde el primer momento en que penetramos aquellos salones del SIM. Acudimos a su despacho, en la presidencia de la Junta Central Directiva del Partido Dominicano. Hablamos de todo, y sutilmente nos interrogó. Pero el tonto del muchacho estaba listo para ese momento, y repitió lo mismo que dijese en todas las ocasiones anteriores. Don Cucho, pese a la evasiva, nos abrazó. Y prometió que no se nos haría daño, pues esa noche hablaría con el Jefe, cuanto tratamos él y yo.

¿Conmiseración por un mozalbete que ni siquiera probó la primera cuchilla de afeitar? A seguidas nos habló de un hijo que hubiera deseado él que siguiese carrera universitaria, “como estás haciendo tú”. Optó, en cambio, por el periodismo. ¿Quién? “Debes conocerlo”, dijo. “¡Cuchito Álvarez!”.  “¡No puede ser, don Virgilio! ¿Hijo suyo?” Y entonces pensé tanto en el trato que me dispensó al momento de conocernos, como en el que ofrecía a cuantos se acercaban a él. Y comparándolo con hijos de prominentes ciudadanos cercanos a Trujillo, me dije que él era distinto.

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