¿De dónde vendrá nuestro alimento…?

¿De dónde vendrá nuestro alimento…?

AUGUSTO L. SÁNCHEZ C.
En el plan de Dios, la Creación es y será la cuna de todo ser viviente y dentro de ella, el ser humano ostenta la obra de su Creador. Tan satisfecho quedó el artífice, que para no arriesgar la obra, osó moldear aquella pequeña criatura a su imagen y semejanza, convirtiéndola en su figura estelar, en su broche de oro. “A imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó” (Gén. 1,27). Como resultado de esta voluntad, quiso Dios unir el mundo espiritual con el material, por esto la criatura humana, salida de sus propias entrañas, fue insuflada de vida física y vida sobrenatural; cohabitando de esta manera, dos estados a la vez dentro de una misma naturaleza. Esta doble condición, única en el ser humano le permitirá diferenciarse de las demás criaturas vivientes y le responsabilizará de asumir la principalía sobre la tierra, sometiendo todo cuanto en ella existe para su bienestar.

Todo ser vivo necesitará de medios e instrumentos adecuados paras subsistir y desarrollarse, y el ser humano no está exento de ello. Este deberá asumir e implementar algunas medidas y actitudes indispensables para lograrlo. Necesitará revisar introspectivamente su propia naturaleza, descifrando interrogantes como: ¿Por qué y para qué fue creado? ¿De dónde procede? y ¿Cuál será su destino final?. Es el mismo hombre el que requerirá cuidar bajo mucho celo, las cosas que le pertenecen, en particular, la Obra de la Creación. Tendrá la necesidad de valorarse a si mismo, sin menospreciar a los demás; necesitará, entre otras cosas, capacitarse, defenderse, multiplicarse, y fundamentalmente, sostenerse. Esta doble naturaleza en él, le obligará buscar del sustento físico y del espiritual.

Para lograr que nuestras almas y cuerpos mortales se fortalezcan, alcanzando la anhelada paz interior y las condiciones óptimas para nuestro desarrollo, necesitaremos acudir al indispensable recurso llamado “alimento” o “sustento”. Este recurso, material e inmaterial a la vez, siempre será apetecido y buscado por todos, aunque muchas veces no nos percatemos de ello. Si nuestros cuerpos físicos y espirituales no fueran alimentados como se merecen, si perdieran la salud por falta de atención, ambos se atrofiarían y debilitarían, con el riesgo de morir. Ahora cabe hacernos las siguientes preguntas ¿Qué necesitamos para lograr nuestra fortaleza? ¿Quién nos dará de comer? ¿De dónde vendrá nuestro alimento? Empecemos por considerar la fe; si ésta adoleciera de sustento, si fuera débil o vacilante, nos sentiríamos como morir internamente.

Pareceríamos como muertos en vida, con cuerpos, pero sin almas; semejantes a “sepulcros blanqueados”, aparentando bienestar por fuera, pero vacíos o llenos de inmundicia por dentro. Sin el don de la fe, seríamos incapaces de salvar la tierra, y para iluminar nuestro entorno inmediato, apenas a candiles de pabilo vacilante llegaríamos. En cambio, si tuviéramos una fe fuerte, bien cimentada, moveríamos hasta montañas. ¿Deseamos un fe así, inquebrantable?

Pidámosle a Dios que nos regale este maravilloso don. Que nos enseñe a no perder nuestro horizonte y a confiar en Él. De nuestra parte, oremos para que la misma se vigorice; mientras más lo hagamos, más fuertes nos sentiremos.

También robustecerá nuestra vida interior acudir a los Sacramentos, en particular, al de la Eucaristía. Este regalo que Dios nos da a través de su hijo Jesús se convierte en el sustento espiritual por excelencia. Bastará que comamos de Él o que simplemente le adoremos, para ser llenados a plenitud de su fortaleza. Jesucristo ofrenda su vida para convertirse en el Pan verdadero que necesita la humanidad, en el pan que no perece: “El que vuelve a mí, nunca tendrá hambre”… (Jn.6, 30-36). Otra herramienta que saciará nuestra hambre y sed interior, no menos indispensable, la encontraremos en la Sagrada Escritura o Palabra Viva. Esta fuerza inagotable de Dios; manantial para abrevar y calmar nuestra sed, es el mejor abono para que la gracia santificante resplandezca en nosotros. “No sólo de pan vive el hombre, si no de toda Palabra que sale de la boca de Dios” (Dt. 8,3). La Iglesia siempre ha acudido a ella a fin de obtener su luz, su alimento y su fortaleza (ver No. 104 del CIC).

¿Y que decir de la Vida Eterna? Hasta anhelarla y creer en sus promesas necesitará de sustento. Hay que tener presente que la virtud de la Esperanza es y será su mejor alimento. Esta confianza, depositada en promesas futuras, pareciera cual ardilla asegurando alimento, a fin de enfrentar la escasez que ocasiona el paso del invierno; es como sí guardásemos sustento para cuando llegue el momento de partir, aún no sepamos el día ni la hora. La decisión de creer y esperar en contra toda desesperanza; la certeza de que Dios, en su trinidad, será nuestro anfitrión celestial, nos mantendrá erguidos, fuertes y confiados en las promesas de salvación.

Si bien es cierto que nuestra vida interior requiere vigorizarse para no sucumbir, nuestra parte externa también lo demandará. Sí estas energías osaren faltar en nosotros, languideceremos lentamente hasta desaparecer. El hombre y los demás seres vivos tenemos la dicha de contar con un espléndido Proveedor y con una gran alacena, nuestra propia naturaleza. Por tal razón, pidámosle a Él que nos facilite el sustento necesario para desarrollar nuestros cuerpos físicos, como lo hicieron los israelitas en el desierto cuando reclamaron “más que maná”, cuando pidieron “carne para comer” (Núm. 11,4-6). Hagámoslo con la certeza de que no nos faltará. Aunque volvamos a sentir hambre, aunque tengamos de nuevo sed, pidámosle a Dios el pan de cada día, sobretodo, cuando éste se escasee. Y por aquello de que “el que no trabaje que no coma”, solicitémosle también, que nos provea del trabajo justo a fin de contribuir con nuestro sostén. Es el mismo Creador que se digna poner sobre la tierra todo lo que esta humanidad necesita, para lograr su sustento y desarrollo. Quién en Dios confía, su previsión y su cuidado nunca le faltará.

Deseo terminar con esta sencilla oración: Señor, suple nuestras necesidades y danos los bienes materiales y espirituales que más nos convengan. Permite que tengamos siempre hambre de ti; hambre de tu Cuerpo y sed de tu Palabra. Y que sobre nuestras mesas, nunca falte el pan para alimentar nuestros cuerpos mortales. Amén.

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