COSETTE ALVAREZ
Se considera que un joven o una joven es de familia cuando pertenece a un núcleo de la sociedad que exhibe un buen nivel de educación doméstica. Claro que hay quienes se confunden y piensan que los buenos modales son intrínsecos a ciertos apellidos, a la holgura económica, o al barrio donde se críen. Nunca como ahora está demostrado que no es así y que hasta puede ser exactamente al revés.
Mi capacidad de asombro no se extingue. Pido a Dios, de rodillas, que cuando esté más vieja mi salud no dependa de uno de los estudiantes de medicina de la universidad probablemente más cara de este país que, en la primera oportunidad que tuvieron de asistir a la consulta de una determinada especialidad, por supuesto, en hospital público, se la pasaron haciendo comentarios burlones y despectivos sobre los pobres pacientes, en inglés. Abusadores. Irrespetuosos. Indolentes.
Sería bueno que algún médico catedrático les explicara que las ñáñaras salen igualitas a ricos y pobres. Que ningún síntoma, síndrome o enfermedad averigua la condición económica a la hora de atacar a un ser viviente. No les cuento de la igualdad en la muerte y la putrefacción de la carne, porque, ¿para qué? Estúpidos. ¡Ay, qué rabia!
Lo peor es que, niños «de familia» al fin y al cabo, la pobre médica no se atrevió a darles su buen boche y luego sentarlos a explicarles para qué sirven los estudios de medicina, en principio. Supongo que tampoco elaboró un reporte detallado de tan abominable conducta a las autoridades de esa universidad, porque ya debe saber que eso le costaría perder ese picoteo.
Hoy, como nunca, pongo en manifiesto mi orgullo de pertenecer al grupo del que formo parte. Recuerdo que nos criticaban por ser las niñas ricas, las del Colegio Santo Domingo, en la época de las monjas dominicas, mucho antes de que entregaran el colegio al arzobispado.
Casi todas hablábamos inglés. Algún nivel teníamos. Pero no habríamos vivido para contarlo si nos hubiéramos atrevido a hacer algo semejante a lo que hicieron esos estudiantes. Señores, es importante tener a quién rendir cuentas, saber que hay quien podría avergonzarse de nosotras. Es lo que nos obliga a comportarnos debidamente.
Al último año escolar, entramos cincuenta y dos. La muerte nos arrancó a Lillian Ricart, y nos graduamos cincuenta y una. Pero fueron muchas las que pasaron varios años con nosotras, aunque no nos acompañaran en la curva final, que yo recuerde, una por matrimonio y el resto por cambio de colegio.
Pertenecemos a un grupo extremadamente privilegiado, al bajo por ciento de la población que alcanza a graduarse de bachiller en el subdesarrollo, que entonces no superaba el 5%. Y creo que hemos honrado ese privilegio, que hemos correspondido a los esfuerzos de nuestros padres, tutores y maestras, tanto religiosas como laicas, así como a todo lo que se nos inculcó con respecto a la sociedad, a la nación.
Nunca pretendimos ser santas. Todas tuvimos novios, bailamos, ¡cómo y cuánto bailamos!, algunas fumamos, otras se toman sus traguitos, las hay deportistas, incluso militantes y hasta fanáticas religiosas. Pero no he oído un solo cuento de ninguna que riña con las leyes, las reglas, las normas, los buenos modales, el civismo. Ni una sola ha puesto a las otras en situación de querer ocultar que estuvimos juntas en la escuela.
En el plano del arte popular, de nuestro grupo salieron Luchy Vicioso y Cecilia García. En el arte clásico, Annette Perrotta. A la televisión, aportamos a quien fuera la presidenta de nuestra clase graduanda, Jocelyn Caminero, actualmente una de las mejores intérpretes simultáneas de la región. A la empresa privada pertenecen, entre otras, María Filomena Barletta, Armandina Guerra, Marisol Chávez, Margarita Martínez, Norita Reyes, Issi Peña; maestras, Elsa Valverde, Chisato Obayashi, Josefina Pimentel, Mimina Saiz, María Luisa López, y yo misma; médicas, Mariela Bobadilla, que también es generala del ejército, y Milagros Báez; secretarias (Elly Malagón, Altagracita José, Pichi Padilla, Ivelisse Patxot, Fátima Quiterio, Moti De la Peña, Hilda García); sicólogas (Teresita Bordas, María Rosa Prats, Raquel Bild, Josie Del Toro, Lucía Striddels, Marcia Sánchez); arquitectas (Nora Pieter, Chiqui Gutiérrez); bibliotecarias (Lilliana Hernández); químicas (Hildita Saviñón, Iris Alvarez); empresarias turísticas (Pilar Soto); abogadas (Maritza Júpiter, Cynthia Tió); periodistas (Marcia Facundo); administradoras (Clara Ruiz); vendedoras (Brenda Gil, Fifa Castillo); decoradoras (Eliana Klus); educadoras especiales (Iris Lara), y amas de casa, como Angélica Melo, Grecia Domingo, Sonja Cuello, Maite González, Virginia Martínez, Francis Dájer, Sandra Arango, que han parido y criado ciudadanos y ciudadanas de calidad para este país, porque ellas mismas lo son.
Sólo Dios sabe el gusto que da encontrarnos con un hijo o una hija de cualquiera de nuestras compañeras de colegio. Sólo Dios sabe la satisfacción que sentimos por la forma en que nuestras maestras, monjas y laicas, todavía se expresan de nosotras, al cabo de treinta y siete años. Sólo Dios sabe cómo nos ponemos las pilas cuando a una se le ocurre que es tiempo reunirnos. Es un torrente de entusiasmo, de alegría, de solidaridad, de cariño, de diversión, de recuerdos.
No todas pensamos igual. No vivimos igual. No creemos en las mismas cosas. No tenemos los mismos objetivos. Pero nos respetamos. Mucho. Treinta y siete años, más los años escolares. Toda una vida siendo parte de tantas otras vidas, manteniendo y cuidando esos vínculos, viviendo de forma tal que las demás no tengan que avergonzarse nunca de nuestro comportamiento. Entre cerca de sesenta mujeres, es muy buen récord.
Gracias (ahora golden) girls, por ser y estar. Nos reuniremos en abril sin motivo especial, sólo para vernos. Dedicaremos nuestros pensamientos a las compañeras enfermas, y a las que ya se nos fueron. Como ha sido nuestra costumbre, como nos enseñaron, contribuiremos con alguna causa. Para tampoco perder la tradición, ¡habrá sorpresas!