Lo había escuchado muchas veces. En el área que fue cocina antes de que mi padre decidiera romper paredes, derribar puertas y ventanas y convertir tres edificaciones (Padre Billini 41, 43, más la esquina José Reyes) en una sola para su imprenta, decían que estaba enterrada una botija llena de coloniales monedas de oro puro. Se aseguraba que cuando el esclavo africano había terminado de colocar debidamente la fortuna, y aún estaba en el fondo del agujero, con un pie encadenado a una bola de hierro, lo mataban y cubrían cuidadosamente el entierro. Oro y esclavo.
Mientras prácticamente todos los obreros temían acercarse a la vieja cocina, otros pocos, seguros de la fortuna bajo tierra, aguardaban las soledades de la noche para trabajar en el desenterramiento como lo llamaban.
Muchacho me decían los españoles de la colonia no iban a dejar sus cuartos al alcance de sus enemigos. Lo que no podían cargar, lo enterraban. Y aquí hay una botija.
Papá les dijo: Dejen esa vaina de medianoche, lo más que pueden encontrar es un negro encadenado.
Pero una noche se trabajó hasta tarde. Mi padre abordó el coche que lo aguardaba y decidió que yo permaneciera en la imprenta, acompañado de Papo Cara e Piedra, mientras él buscaba frituras donde Chichito, donde las albóndigas eran como pelotas de béisbol y los fritos de plátano verde, amplios y crocantes.
Yo estoy como a un metro de Papo Cara e Piedra y repentinamente veo que se torna ceniciento, aterrado, persiguiendo con la mirada algo que no veo. Parcialmente aligerado su terror, me dice, tembloroso ¿No lo viste?
¿No vi qué?
Al negro, al negro Pasó entre nosotros arrastrando una cadena y una bola de hierro.
Pues no lo vi. Nunca vi nada extraño. Una vez, intrigado, me levanté cautelosamente a media noche y atravesé caminando lentamente el cementerio.
Estaba expectante. Pero nada ocurrió. Silencio, soledad, abandono.
Sin embargo, hice construir un pequeño estudio oloroso a pino fresco en los altos de la imprenta, al cual se ingresaba por una escalera interior. Al techo de las viviendas vecinas sólo se les veía calma y nostalgia. Era el lugar perfecto para meditar, practicar el violín y envolverse en ensoñaciones. Un atardecer, al colocar mi violín en su estuche, empezaron a batir las cuatro ventanas a la vez. Lo extraño es que cada una daba a un punto cardinal diferente. No corría viento alguno, los vecinos techos estaban desiertos y esa brisa fuerte que venía del norte, del sur, del este, el oeste y el más allá me aterró.
Con el perdón de ustedes, no volví a sobrepasar el obscurecimiento vespertino en ese refugio usualmente deleitoso.
Cuando le pedí a un obrero que fuese a buscar algo en mi pequeño estudio, se negó: Ahí no subo yo ni por todo el oro del mundo.
¿Por qué? pregunté con fingida inocencia.
Ahí pasan vainas raras repuso.
Recordé a Shakespeare cuando le dice a su amigo Horatio en Hamlet que entre el cielo y la tierra hay más de lo que ha soñado tu filosofía.