De Filadelfia a Washington

De Filadelfia a Washington

Recién electo senador por el estado de Illinois, vi por casualidad a Barack Obama en un tren de Amtrak, el servicio ferroviario interurbano de Estados Unidos. Todo era apacible esa mañana hasta que de repente un hombre esbelto de piel oscura cruzó de un vagón a otro.

Dos mujeres blancas sentadas frente a mi fueron las primeras en reaccionar con curiosidad y algarabía.

El cosquilleo se expandió y todas las miradas se dirigieron al personaje que transitaba solo y desprevenido por el pasillo, como si nunca asumiría la gigantesca responsabilidad de presidir Estados Unidos.

Rápidamente lo perdimos de vista al proseguir de vagón en vagón. Actuó como un simple pasajero, y en aquel momento, posiblemente nadie allí sentado pensó que en menos de cuatro años, Obama sería presidente.

Ocurrió, y desde su triunfo el pasado 4 de noviembre, se busca significados para interpretar por qué pasó y cómo ejercerá el poder que acaba de recibir formalmente.

En la construcción de simbolismos que magnifiquen su aura transformativa, Obama inició la marcha triunfal a Washington en tren desde la histórica ciudad de Filadelfia el pasado 16 de enero. Abraham Lincoln, convertido en su ídolo político, lo hizo desde Illinois en 1861.

Filadelfia fue el lugar apropiado para afirmar el mito fundacional de Estados Unidos de que con el esfuerzo personal, cada quien, no importa su condición social, es la clave para superar obstáculos y construir la prosperidad.

No hubo promesas en el discurso a pesar de que tanta gente espera que de su presidencia emanen muchos cambios positivos. Dominaron los recordatorios, la magnitud de los desafíos, y la necesidad de agigantar la voluntad para producir los cambios.

El tren se detuvo en Delaware a recoger al vice-presidente que por 35 años viajó en esos vagones de Wilmington a Washington, y allí el mensaje de Obama fue el mismo, no con referencia a los fundadores de la nación norteamericana que en Filadelfia declararon la independencia en 1776, sino al trabajador común, encarnado en el padre del vice-presidente.

Más tarde en Baltimore, donde la esclavitud se asomaba antes de la Guerra Civil, una multitud con muchas caras negras lo esperó para recordarle antes de llegar a la capital la razón de hacer política: servir al pueblo.

En Washington, fin del trayecto del tren, no hubo ceremonial para no deslucir la magia de la inauguración formal. Pero en cada parada anterior, y luego desde el Capitolio ya investido presidente, el énfasis fue el mismo: el sueño americano se renueva con una fuerte creencia en que la responsabilidad y el esfuerzo personal enaltecen al individuo y traen el bienestar colectivo.

El simbolismo de Obama como construcción política supone la ruptura con las rivalidades y la intolerancia.

Ha hablado de ser un político post-política, post-racial, post-ideología, comprometido con el buen gobierno y la inclusión de la diversidad social que define la sociedad norteamericana y mundial.

Se reunió en días recientes con pensadores conservadores y liberales, abraza con fluidez a negros y blancos, insiste en que todos los seres humanos merecen igualdad independientemente de su condición racial o étnica, la procedencia regional, la denominación religiosa, el género o la orientación sexual.

Cuando Alexis de Tocqueville escribió su obra “Democracia en América” en la primera mitad del siglo 19, planteó que el escollo fundamental de la sociedad norteamericana para alcanzar la igualdad plena era la discriminación racial. Hoy hay múltiples discriminaciones y el ideal democrático del siglo 21 supone enfrentarlas y eliminarlas.

A pesar del devaluado estatus de Estados Unidos en el mundo por el guerrerismo y la insensibilidad del gobierno de George W. Bush, la sociedad norteamericana se ubica en el umbral de una etapa de posibles conquistas democráticas.

Los éxitos o fracasos de la presidencia de Obama serán claves para marcar las características de un tiempo nuevo de avances o retrocesos, en la larga marcha de la humanidad hacia la igualdad.

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